Un eco en las tinieblas

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Un eco en las tinieblas

La marca del León, libro 2

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Esta serie clásica ha inspirado a más de dos millones de fieles seguidores, y sin duda alguna, esta nueva edición en español cautivará miles de nuevos lectores que desearán poseer esta clásica serie cristiana. Esta edición incluye un prólogo de la casa editorial, una carta redactada por Francine Rivers, un glosario ilustrado y una guía de discusión para uso personal o grupal.

Un eco en las tinieblas, el segundo libro de la serie La marca del León, nos cuenta como Marcos se aparta de la opulencia para seguir una voz susurrante del pasado. Su búsqueda lo lleva en un viaje que lo puede librar de la oscuridad de su alma.

PREÁMBULO

Alejandro Democedes Amandinus estaba parado en la Puerta de la Muerte con la esperanza de aprender más sobre la vida. Como jamás había disfrutado de los juegos, había venido a regañadientes. Pero ahora estaba fascinado por lo que veía, estupefacto por la sorpresa. Miró fijamente a la muchacha caída y sintió un triunfo inexplicable.

La intensidad enloquecida de la turba siempre lo había inquietado. Su padre había dicho que algunas personas sentían cierta liberación cuando veían la violencia ejercida hacia otros, y Alejandro pensaba en eso cuando veía, de vez en cuando, un alivio casi enfermizo en algunos rostros de la multitud. En Roma. En Corinto. Aquí, en Éfeso. Quizás los que contemplaban las aberraciones agradecían a los dioses que no eran ellos los que enfrentaban a los leones, a un gladiador entrenado o a alguna otra forma más grotesca y obscena de morir.

Era como si miles de personas vinieran en busca de una catarsis en ese baño de sangre, como si participar en el caos programado los protegiera a cada uno de ellos del caos creciente de un mundo cada vez más corrupto y caprichoso. Nadie parecía notar que el hedor de la sangre no era menos fuerte que el de la lujuria y el miedo que impregnaban el aire que respiraban.

Las manos de Amandinus se aferraron a los barrotes de hierro mientras miraba hacia la arena, donde yacía la joven mujer. Se había apartado de las otras víctimas (quienes iban camino a su muerte), con calma y extraño gozo. No había podido apartar la mirada, porque había visto en ella algo extraordinario, algo imposible de describir. Ella había cantado y, por un breve instante, su dulce voz había flotado en el aire.

La multitud había ahogado ese dulce sonido, levantándose en masa mientras ella seguía avanzando serenamente a través de la arena, directamente hacia Alejandro. El corazón de Alejandro había latido más fuerte con cada paso que ella daba. Se veía bastante sencilla en apariencia y, sin embargo, en ella había un resplandor, un aura de luz que la rodeaba. ¿O había sido algo que él había imaginado? Cuando la leona la atacó, Alejandro había sentido como si hubiera chocado contra él.

Ahora, dos leonas se peleaban por su cuerpo. Alejandro hizo una mueca de dolor cuando una de las bestias hundió los colmillos profundamente en el muslo de la muchacha y comenzó a arrastrarla. La otra leona saltó, y las dos rodaron y se arañaron la una a la otra.

Una niñita vestida con una túnica harapienta y manchada corrió gritando por la puerta con los barrotes de hierro. Alejandro apretó los dientes, intentando hacerse insensible al sonido de esos gritos de terror. Mientras trataba de protegerla, la madre de la niña fue derribada por una leona que tenía un collar con joyas. Las manos de Alejandro empalidecieron sobre la puerta con las rejas de hierro mientras otra leona perseguía a la niña. Corre, niña. ¡Corre!

La vista de tanto sufrimiento y muerte lo atacó y lo hizo sentir náuseas. Presionó su frente contra los barrotes, con el corazón latiendo con fuerza.

Había escuchado todos los argumentos a favor de los juegos. Las personas enviadas a la arena eran criminales y merecían la muerte. Los que ahora estaban frente a él pertenecían a una religión que alentaba el derrocamiento de Roma. Sin embargo, no podía evitar preguntarse si una sociedad que asesinaba a niños indefensos no merecía ser destrozada.

Los gritos de la niña le produjeron un escalofrío. Se sintió casi agradecido cuando las mandíbulas de la leona se cerraron sobre la pequeña garganta, apagando el sonido. Soltó el aire, apenas dándose cuenta de que lo había estado conteniendo, y escuchó que el guardia detrás de él se reía con dureza.

«Apenas un bocado en esa pequeña».

Un músculo se tensó en la mandíbula de Alejandro. Quería cerrar los ojos para no ver la matanza que tenía enfrente, pero el guardia ahora lo observaba. Podía sentir el frío destello de esos duros ojos oscuros a través del visor del lustroso casco. Observándolo a él. No se humillaría a sí mismo mostrando debilidad. Si iba a convertirse en un buen médico, tenía que superar sus susceptibilidades y aversiones. ¿No se lo había advertido lo suficiente su maestro Flegón?

«Tienes que rechazar esos sentimientos delicados si quieres tener éxito —le había dicho más de una vez, con un tono que sonaba a desdén—. Al fin y al cabo, ver la muerte es una parte de lo que le toca en la vida a un médico».

Alejandro sabía que el hombre mayor tenía razón. Y sabía que, sin estos juegos, él no tendría la oportunidad de hacer avances en su estudio de la anatomía humana. Había llegado tan lejos como le había sido posible estudiando dibujos y escritos. Únicamente realizando una vivisección podría aprender más. Flegón conocía muy bien su aversión por dicha práctica, pero el viejo médico había insistido, acorralando a Alejandro en una trampa de razonamiento.

«¿Dices que quieres ser médico? —lo había desafiado—. Entonces, dime, buen alumno, ¿preferirías que un médico practicara una cirugía sin conocer la anatomía humana a través de su propia experiencia? Los gráficos y las láminas no son lo mismo que trabajar sobre un ser humano. ¡Deberías estar agradecido de que los juegos te den semejante oportunidad!»

Agradecido. Alejandro observó mientras las víctimas caían, una por una, hasta que los espantosos sonidos de terror y de dolor fueron sofocados por la relativa quietud de los leones que comían. ¿Agradecido? Sacudió la cabeza. No, eso era algo que él nunca sentiría por los juegos.

De pronto, otro sonido, más peligroso que el de los leones, comenzó a resonar. Alejandro lo reconoció rápidamente: era el ondeo del aburrimiento, la oleada creciente del descontento entre los espectadores. La competencia había terminado. Que las bestias se dieran el atracón en el interior oscuro de sus jaulas, en lugar de imponerle a la multitud un tedioso festín. Una agitación oscura recorrió las tribunas como un incendio en una vecindad.

El editor de los juegos rápidamente tomó nota de la advertencia.

Las bestias escucharon que se abrían los portones y clavaron con mayor ferocidad sus garras y dientes, mientras los adiestradores armados salían a conducirlas de vuelta a sus jaulas. Alejandro le rogó a Marte que los hombres trabajaran rápidamente y a Asclepio que hubiera algún destello de vida en al menos una de las víctimas. De lo contrario, tendría que quedarse aquí hasta que se presentara otra oportunidad.

A Alejandro no le interesaba el momento dramático de separar de sus presas a los animales que comían. Su mirada recorrió la arena buscando algún sobreviviente, cualquiera, con pocas esperanzas de que hubiera alguno. Sus ojos volvieron a caer sobre la mujer joven.

Cerca de ella no había ningún león. Eso le pareció raro, porque estaba lejos de los hombres que llevaban a los animales hacia las puertas. Vio un pequeño movimiento. Inclinándose hacia adelante, entrecerró los ojos contra el resplandor. ¡Sus dedos se movían!

—Ahí —le dijo rápidamente al guardia—. Cerca del centro.

—Fue la primera que atacaron. Está muerta.

—Quiero darle un vistazo.

—Como guste. —El guardia dio un paso al frente, se llevó dos dedos a los labios y lanzó dos chiflidos rápidos y nítidos. El guardia hizo una señal al semblante plúmeo del Caronte, que danzaba entre los muertos. Alejandro observó al actor disfrazado, que brincó y giró hacia la joven caída. El Caronte inclinó un poco su cabeza emplumada y picuda, como si buscara algún sonido o señal de vida, mientras revoloteaba teatralmente su mazo por el aire, preparado para dejarlo caer si había alguno. Al parecer, satisfecho de que la muchacha estuviera muerta, agarró su brazo y la arrastró toscamente hacia la Puerta de la Muerte.

En ese mismo momento, una leona se volvió en contra del adiestrador de animales que la conducía a un túnel. La multitud se puso de pie, gritando con entusiasmo. El hombre apenas pudo escapar del ataque del animal. Usó expertamente su látigo para obligar a la leona enfurecida a retroceder de la niña que había estado comiendo y dirigirla al túnel que llevaba a las jaulas.

El guardia aprovechó la distracción y abrió completamente la reja de la Puerta de la Muerte.

«¡Apúrate!», siseó, y el Caronte corrió, arrastrando a la muchacha hacia las sombras. El guardia chasqueó los dedos y dos esclavos la agarraron rápidamente de los brazos y las piernas y la cargaron al interior del corredor tenuemente iluminado.

«¡Con cuidado!», dijo Alejandro, furioso, cuando la lanzaron sobre una mesa sucia y ensangrentada. Los apartó de su lado, seguro de que esos patanes habían acabado con la vida de la muchacha al transportarla de una manera tan ruda.

La mano dura del guardia aferró firmemente el brazo de Alejandro.

—Seis sestercios antes de que la abra —le dijo fríamente.

—Eso es un poco caro, ¿no?

El guardia sonrió.

—No demasiado caro para un alumno de Flegón. Sus cofres deben estar llenos de oro para poder costearse su tutela. —Le tendió la mano.

—Se están vaciando muy rápido —dijo Alejandro secamente, abriendo la bolsa que llevaba en la cintura. No sabía cuánto tiempo tenía para trabajar en la muchacha antes de que muriera y no iba a desperdiciarlo regateando por unas monedas. El guardia tomó el soborno y se retiró, reservando tres monedas para el Caronte.

Alejandro volvió a prestarle atención a la muchacha. Su rostro era una masa en carne viva de piel hecha pedazos y arena. La túnica estaba empapada de sangre. A decir verdad, había tanta sangre, que tenía la seguridad de que estaba muerta. Inclinándose hacia adelante, acercó su oreja a los labios de la muchacha y se asombró al sentir el tibio y suave aliento de vida. No tenía mucho tiempo para trabajar.

Haciéndoles señas a sus propios esclavos, tomó una toalla y se limpió las manos.

—Muévanla hacia allá atrás, lejos del ruido. ¡Suavemente! —Los dos esclavos se apuraron a obedecer. Troas, el esclavo de Flegón, también estaba parado allí, observando. Alejandro apretó la boca. Admiraba las habilidades de Troas, pero no sus modales fríos—. Denme un poco de luz —dijo Alejandro, chasqueando los dedos. Le acercaron una antorcha mientras se inclinaba sobre la muchacha acostada en la mesa en el recoveco sombrío del corredor.

Era para esto que había venido, su único propósito para soportar los juegos: despegar la piel y los músculos de la zona abdominal y estudiar los órganos al descubierto. Reforzando su determinación, desató el estuche de cuero y lo volteó para abrirlo, desplegando sus instrumentos de cirujano. Eligió un cuchillo fino y muy afilado del sitio donde yacía.

La mano le transpiraba. Peor aún, le temblaba. La transpiración también comenzó a brotar de su frente. Podía sentir a Troas observándolo con ojos críticos. Alejandro tenía que moverse con rapidez y aprender todo lo que pudiera en el término de los pocos minutos que tendría hasta que la muchacha muriera por sus heridas o por el procedimiento médico.

Silenciosamente, maldijo la ley romana que prohibía la disección de los muertos y que lo obligaba a esta práctica siniestra. ¿Pero de qué otra manera iba a aprender lo que tenía que saber sobre el cuerpo humano? ¿De qué otra manera podía adquirir la habilidad que debía tener para salvar vidas?

Se limpió la transpiración de la frente y, en silencio, maldijo su propia debilidad.

«No sentirá nada», dijo Troas en voz baja.

Apretando los dientes, Alejandro cortó el escote de la ropa de la muchacha y le arrancó la túnica ensangrentada, abriéndola cuidadosamente y exponiendo a la muchacha a su evaluación profesional. Después de un momento, Alejandro retrocedió, frunciendo el ceño. Desde los pechos hasta la ingle, estaba marcada solo por heridas superficiales y moretones que estaban poniéndose oscuros.

«Acerquen la antorcha», ordenó, inclinándose sobre las heridas de la cabeza y reevaluándolas. Los cortes, profundos como surcos, iban desde el nacimiento del cabello hasta el mentón. Otro corte le había marcado la garganta, apenas esquivando la arteria carótida. Miró lentamente hacia abajo, notando las profundas perforaciones que tenía en el antebrazo derecho. Los huesos estaban rotos. Sin embargo, mucho peores eran las heridas del muslo, donde la leona le había clavado los colmillos y había intentado arrastrarla. Alejandro abrió grande los ojos. La muchacha hubiera muerto desangrada si la arena no hubiese obstruido las heridas, deteniendo eficazmente la hemorragia.

Alejandro retrocedió. Con un corte rápido y diestro, podría comenzar su estudio. Con un corte rápido y diestro, la mataría.

Las gotas de transpiración le corrían por sus sienes; el corazón le latía fuertemente. Observó la subida y la bajada del pecho, el pulso débil en la garganta, y se sintió mareado.

—Ella no sentirá nada, mi señor —volvió a decir Troas—. No está consciente.

—¡Eso puedo verlo! —dijo Alejandro bruscamente, lanzándole una mirada funesta al sirviente. Se acercó a la mujer y puso el cuchillo en posición. El día anterior había trabajado en un gladiador y había aprendido más sobre la anatomía humana en esos pocos minutos, que en muchas horas de clases. Afortunadamente, el hombre moribundo nunca había abierto los ojos. Pero sus heridas habían sido mucho peor que estas.

Alejandro cerró los ojos, armándose de valor. Había visto trabajar a Flegón. Aún podía escuchar al gran médico hablando mientras cortaba expertamente.

«Debes trabajar con rapidez. Así. Están casi muertos cuando te los dan y, en ese estado, el choque puede llevárselos en un instante. No pierdas tiempo en preocuparte por si sienten algo. Debes aprender todo lo que puedas en ese escaso tiempo que te den los dioses. En el momento que se detenga el corazón, deberás retirarte, o te arriesgas a la ira de las deidades y de la ley romana». El hombre sobre el que había trabajado Flegón había vivido solo unos minutos antes de morir desangrado sobre la mesa a la cual estaba atado. Sin embargo, sus alaridos todavía resonaban en los oídos de Alejandro.

Echó un vistazo a Troas, el inestimable siervo de Flegón. El hecho de que Flegón lo hubiera enviado era una clara muestra de las esperanzas que tenía el médico maestro en el futuro de Alejandro. En el pasado, Troas había asistido muchas veces a Flegón y sabía más de medicina que muchos médicos libres practicantes. Era un egipcio, de piel oscura y párpados gruesos. Quizás él dominaba los misterios de su raza.

Alejandro se dio cuenta de que le hubiera gustado no recibir una honra tan grande.

—¿Cuántas veces has supervisado cómo se hace esto, Troas? —Unas cien veces, tal vez más —dijo el egipcio, arqueando la boca con un aire burlón—. ¿Desea hacerse a un lado?

—No.

—Entonces, proceda. Lo que aprenda hoy aquí salvará a otros mañana.

La muchacha gimió y se movió sobre la mesa. Troas chasqueó los dedos y los dos servidores de Alejandro avanzaron. «Tómenla de las muñecas y los tobillos y manténganla quieta».

Profirió un grito áspero cuando le levantaron el brazo fracturado. «Yeshúa», susurró, y sus ojos parpadearon al abrirse.

Alejandro miró fijamente sus ojos marrón oscuro llenos de dolor y confusión, y no pudo moverse. Ella no era solamente un cuerpo en el cual trabajar. Era un ser humano que estaba sufriendo.

—Mi señor —dijo Troas más firmemente—. Tiene que trabajar rápido.

Ella balbuceó algo en un idioma extranjero y su cuerpo se relajó. El cuchillo cayó de la mano de Alejandro y sonó estrepitosamente contra el suelo de piedra. Troas rodeó la mesa, lo recuperó y se lo extendió nuevamente.

—Se desmayó. Puede trabajar sin preocupaciones.

—Tráiganme un cuenco con agua.

—¿Qué pretende hacer? ¿Revivirla de nuevo?

Alejandro miró de reojo ese rostro burlón.

—¿Te atreves a cuestionarme?

Troas vio la arrogancia en el rostro joven e inteligente. Cierto que Alejandro Democedes Amandinus era solo un alumno, pero era libre. Sin importar la propia experiencia o la capacidad del egipcio, reconocía con resentimiento que todavía era un esclavo y no se atrevía a seguir desafiando al joven. Tragándose el enojo y el orgullo, Troas retrocedió.

—Mis disculpas, mi señor —dijo sin entonación—. Solamente quería recordarle que está condenada a morir.

—Pareciera que los dioses le han perdonado la vida.

—Para su uso, mi señor. Los dioses la dejaron para que usted pueda aprender lo que necesita para convertirse en un médico.

—¡No seré yo el que la mate!

—Sea razonable. Por orden del procónsul, ya está muerta. No es cosa suya. No fue por las palabras de su boca que fue enviada a los leones.

Alejandro tomó el cuchillo y volvió a colocarlo entre los otros instrumentos de su estuche de cuero.

—No me arriesgaré a la ira de cualquiera sea el dios que le perdonó la vida, quitándosela ahora. —La señaló con un gesto de la cabeza—. Como claramente puedes ver, las heridas no han afectado ninguno de sus órganos vitales.

—¿Preferiría condenarla a morir lentamente de una infección? Alejandro se puso tenso.

—Preferiría que no muriera de ninguna forma. —Sus pensamientos corrían frenéticos. Seguía viéndola mientras caminaba atravesando la arena, cantando, con los brazos extendidos como si estuviera abrazando el mismo cielo—. Debemos sacarla de aquí.

—¿Está loco? —siseó Troas, mirando hacia atrás para ver si el guardia lo había escuchado.

—No tengo lo que necesito para curar sus heridas o para arreglarle el brazo —masculló Alejandro. Chasqueó los dedos, impartiendo órdenes en voz baja.

Propasándose, Troas agarró el brazo de Alejandro.

—¡No puede hacer esto! —le dijo en un tono de voz firme, apenas contenido. Señaló enfáticamente al guardia—. Nos arriesga a todos a morir si intenta rescatar a una prisionera condenada.

—Entonces, lo mejor sería que todos le rogáramos a su dios que nos proteja y nos ayude. Ahora, deja de discutir conmigo y sácala inmediatamente de aquí. Ya que pareces tenerle miedo al guardia, yo me ocuparé de él y los seguiré tan pronto como pueda.

El egipcio se quedó mirándolo fijamente con sus oscuros ojos llenos de incredulidad.

¡Muévete!

Troas vio que no tenía sentido discutir con él e hizo un gesto rápido a los demás. Susurró las órdenes en voz baja, mientras Alejandro hacía rodar el estuche de cuero. El guardia los observaba con curiosidad. Levantando la toalla, Alejandro se limpió la sangre de las manos y caminó con calma hacia él.

—No puedes sacarla de aquí —dijo el guardia con tono funesto.

—Está muerta —mintió Alejandro—. Están deshaciéndose del cuerpo. —Se inclinó contra la puerta enrejada y miró afuera, hacia la arena caliente—. No valió los seis sestercios. Estaba demasiado cerca de la muerte.

El guardia sonrió con frialdad.

—Usted la eligió.

Alejandro emitió una risa distante y fingió interés por un par de gladiadores.

—¿Cuánto durará este enfrentamiento?

El guardia evaluó a los contrincantes.

—Treinta minutos, tal vez más. Pero esta vez no habrá sobrevivientes.

Alejandro frunció el ceño con una impaciencia fingida y arrojó a un costado la toalla manchada de sangre.

—En ese caso, iré a comprarme un poco de vino.

Al pasar caminando junto a la mesa, recogió su estuche de cuero. Recorrió los corredores iluminados por antorchas, refrenando el deseo de apresurarse. El corazón le latía más rápido a cada paso. Cuando salió a la luz del sol, una suave brisa le rozó el rostro.

¡Apresúrate! ¡Apresúrate! —Sobresaltado, miró hacia atrás. Había escuchado las palabras con claridad, como si alguien le susurrara con urgencia al oído. Pero no había nadie a su alrededor.

Con el corazón golpeándole el pecho, Alejandro dobló la esquina hacia su casa y empezó a correr, urgido por una voz en el viento suave y tranquila.

1

UN AÑO DESPUÉS

Marcus Luciano Valeriano caminaba por un laberinto de calles en la Ciudad Eterna, esperando encontrar un refugio de paz dentro de sí mismo. No podía. Roma era deprimente. Se había olvidado del hedor del contaminado Tíber y de la multitud opresiva y desordenada. O quizás nunca antes lo había notado por estar demasiado interesado en su propia vida y en sus actividades. En las últimas semanas, desde que había vuelto a su ciudad natal, se había pasado horas deambulando por las calles, visitando los lugares que siempre había disfrutado en el pasado. Ahora, las risas de los amigos sonaban huecas, los frenéticos banquetes y las borracheras eran agotadores en vez de placenteros.

Abatido y necesitado de distracción, había aceptado asistir a los juegos con Antígono. Su amigo ahora era un senador poderoso y tenía un lugar de honor en el podio. Marcus trató de apaciguar sus emociones mientras ingresaba a las tribunas y se ubicaba en su asiento. Pero no podía negar que se sintió incómodo cuando las trompetas comenzaron a sonar. El pecho se le tensó y se le hizo un nudo en el estómago cuando empezó la procesión.

No había estado en los juegos desde Éfeso. Se preguntaba si ahora toleraría verlos. Le pareció penosamente claro que Antígono estaba más obsesionado por ellos ahora que cuando Marcus se había ido de Roma, y estaba apostando una gran suma de dinero por un gladiador proveniente de Galia.

Varias mujeres se sumaron a ellos debajo del toldo. Hermosas y voluptuosas, dejaron en claro a los pocos minutos de haber llegado que estaban tan interesadas en Marcus como en los juegos. Marcus sintió cierta provocación mientras las miraba, pero la sensación desapareció tan pronto como llegó. Eran mujeres superficiales, como agua contaminada frente al vino puro y embriagador que era Hadasa. Su conversación frívola y vana no le resultaba entretenida. Incluso Antígono, que siempre lo había divertido, empezaba a sacarlo de quicio con su colección de chistes vulgares. Marcus se preguntó cómo pudo pensar alguna vez que esas historias tan obscenas fueran divertidas o cómo pudo compadecerse alguna vez de la letanía de problemas económicos e Antígono.

—Cuenta otra —rió una de las mujeres, disfrutando visiblemente la historia grosera que Antígono acababa de relatarles.

—Te arderán los oídos —le advirtió Antígono con una mirada traviesa.

—¡Otra! —coincidieron todos.

Todos excepto Marcus. Él se mantuvo en silencio, lleno de repulsión. Se visten como pavos reales vanidosos y ríen como cuervos chillones, pensaba mientras observaba a cada uno.

Una de las mujeres se cambió de lugar para recostarse a su lado. Presionó su cadera seductoramente contra él. «Los juegos siempre me estimulan», dijo, ronroneando suavemente, con ojos oscuros.

Repugnado, Marcus la ignoró. Ella empezó a hablar de uno de sus muchos amantes, buscando señales de interés en el rostro de Marcus. Lo único que logró fue asquearlo más. La miró sin hacer ningún esfuerzo por ocultar sus sentimientos, pero ella no se dio cuenta. Simplemente siguió sus intentos de seducirlo, con toda la sutileza de una tigresa fingiendo ser una gatita doméstica.

Mientras tanto, los juegos sangrientos seguían ininterrumpidamente. Antígono y las mujeres reían, se burlaban de las víctimas en la arena y las insultaban. Los nervios de Marcus se ponían cada vez más tensos al mirar a sus acompañantes… al darse cuenta de que disfrutaban del sufrimiento y de la muerte que se desenvolvía ante ellos.

Asqueado por lo que veía, recurrió a la bebida como escape. Vació una copa tras otra de vino, desesperado por ahogar los gritos de los que estaban en la arena. Aun así, ninguna cantidad de líquido adormecedor podía ahuyentar la imagen que seguía apareciendo en su mente… la imagen de otro lugar, de otra víctima. Había tenido la esperanza de que el vino lo dejara insensible. Pero solo lo había hecho más consciente.

Alrededor de él, la gran multitud estaba cada vez más frenética de entusiasmo. Antígono agarró a una de las mujeres y se enredaron. Espontáneamente, una imagen vino a Marcus… una visión de su hermana, Julia. Recordó cómo la había llevado a los juegos por primera vez y se había reído al ver la emoción apasionada en sus ojos oscuros.

«No te avergonzaré, Marcus. Lo juro. No me desmayaré cuando vea sangre». Y no lo hizo.

No en ese momento.

Ni después.

Sin poder soportarlo más, Marcus se levantó.

Abriéndose paso a empujones a través de la masa eufórica, subió las escaleras. Tan pronto como pudo, corrió tal como había hecho en Éfeso. Quería alejarse del ruido, lejos del olor de la sangre humana. Haciendo una pausa para recuperar la respiración, apoyó su hombro contra un muro de piedra y vomitó.

Horas después de que los juegos habían terminado, todavía seguía escuchando el clamor de la multitud ansiosa pidiendo más víctimas a gritos. El sonido retumbó en su mente, atormentándolo. Por otro lado, era lo único que había experimentado desde la muerte de Hadasa. Tormento. Y un vacío terrible y sombrío.

***

—¿Has estado evitándonos? —le dijo Antígono unos días después, cuando fue a visitar a Marcus—. Anoche no fuiste al banquete de Craso. Todos estaban ansiosos por verte.

—Tenía que trabajar. —Marcus había pensado volver a Roma de manera permanente, aferrándose a la esperanza de encontrar la paz que anhelaba desesperadamente. Ahora se daba cuenta de que sus esperanzas habían sido en vano. Miró a Antígono y negó con la cabeza—. Estaré en Roma solamente unos cuantos meses más.

—Pensé que habías vuelto para quedarte —dijo Antígono, evidentemente sorprendido por su declaración.

—Cambié de parecer —replicó Marcus secamente.

—Pero ¿por qué?

—Por motivos de los que prefiero no hablar.

La mirada de Antígono se volvió sombría y su voz denotó sarcasmo al hablar:

—Bueno, espero que encuentres el tiempo para asistir al banquete que organicé en tu honor. ¿Y por qué pareces tan molesto? Por los dioses, Marcus, has cambiado desde que te fuiste a Éfeso. ¿Qué te sucedió allá?

—Tengo trabajo por hacer, Antígono.

—Necesitas distraerte para cambiar ese sombrío humor tuyo. —Se puso tan zalamero, que Marcus supo que pronto estaría pidiéndole dinero—. He organizado un entretenimiento que con seguridad espantará cualquier pensamiento negro que te acose.

—¡Está bien, está bien! Iré a tu condenado banquete —dijo Marcus, impaciente porque Antígono se fuera. ¿Por qué nadie podía entender que solo quería que lo dejaran en paz?—. Pero hoy no tengo tiempo para charla improductiva.

—Lo has dicho con gentileza —dijo Antígono con burla; luego se puso de pie para irse. Se acomodó la toga y se dirigió a la puerta; entonces, hizo una pausa y miró a su amigo, molesto—. Realmente espero que mañana en la noche estés de mejor humor.

Marcus no lo estuvo.

Antígono no le había dicho que Arria estaría allí. A instantes de haber llegado, Marcus la vio. Miró irritado a Antígono, pero el senador solo sonrió con un aire petulante y se inclinó hacia él con una expresión pícara.

—Fue tu amante durante casi dos años, Marcus. —Se rió en voz baja—. Es mucho más de lo que ha durado cualquier otra desde entonces. —Ante la expresión de Marcus, levantó una ceja, inquisitivamente—. Pareces disgustado. Tú mismo me dijiste que te separaste de ella en buenos términos.

Arria aún era hermosa, aún intentaba recibir la adoración de todo hombre en el lugar, aún era amoral y ansiosa por cualquier nueva forma de excitación. Sin embargo, Marcus percibía algunos cambios sutiles. El suave encanto de la juventud había cedido a una mundanidad más dura. Su risa no contenía entusiasmo ni placer; más bien, transmitía una dosis de audacia y vulgaridad que resultaba desagradable. Varios hombres la rondaban y ella coqueteaba alternativamente con cada uno, burlándose de ellos y susurrándoles comentarios insinuantes. En ese momento, dio un vistazo al otro lado del salón y miró interrogativamente a Marcus. Él sabía que se preguntaba por qué no se había dejado atrapar por la sonrisa que ella le lanzó cuando llegó. Pero él conocía esa sonrisa tal cual era: el anzuelo para un pez hambriento.

Lamentablemente para Arria, Marcus no tenía hambre. Ya no más.

Antígono se inclinó más cerca.

—Fíjate cómo te mira, Marcus. Podrías tenerla de vuelta contigo con solo chasquear los dedos. El hombre que la mira como una mascota es su actual conquista, Metrodoro Cratero Mérula. Lo que le falta de chispa, lo compensa ampliamente en dinero. Es casi tan rico como tú, pero sucede que nuestra pequeña Arria tiene su propio dinero estos días. Su libro ha causado bastante furor.

—¿Libro? —dijo Marcus y se rió con aire burlón—. No sabía que Arria supiera escribir su propio nombre, mucho menos entre lazar suficientes palabras para formar una oración.

—Obviamente no sabes nada de lo que escribió, o no estarías restándole importancia al asunto. No es para reírse. Nuestra pequeña Arria tenía talentos secretos desconocidos por nosotros. Se ha vuelto una mujer de letras o, más precisamente, del arte erótico. Una recopilación de historias que cuentan todo tipo de intimidades. Por los dioses, que ha causado líos en las altas esferas. Un senador perdió a su mujer debido a él. No es que le importara quedarse sin esposa, pero los contactos familiares que ella tiene se lo hicieron pagar caro. Dicen que puede que lo obliguen a suicidarse. Arria nunca ha sido lo que se dice discreta. Pero ahora me parece que es adicta al escándalo. Tiene copistas trabajando noche y día para reproducir ejemplares de su pequeño libro. El precio de cada ejemplar es exorbitante.

—Precio que, indudablemente, pagaste —dijo Marcus secamente.

—Pero por supuesto —dijo Antígono, riéndose—. Quería ver si me había mencionado. Lo hizo. En el capítulo once. Muy a mi pesar, fue una mención bastante superficial. —Miró a Marcus con una sonrisa divertida—. Sobre ti escribió con lujo de detalles. No me sorprende que Sarapais estuviera loca por ti en los juegos el otro día. Quería saber si eras todo lo que Arria contó acerca de ti. —Sonrió ampliamente—. Deberías comprar un ejemplar para ti mismo y leerlo, Marcus. Podría evocar algunos recuerdos agradables.

—A pesar de su exquisita belleza, Arria es vulgar y es mejor olvidarla.

—Una apreciación bastante cruel cuando se trata de la mujer que una vez amaste, ¿no? —dijo Antígono, tanteándolo.

—Nunca amé a Arria. —Marcus enfocó su atención en las bailarinas que ondulaban delante de él. Las campanillas que colgaban de sus tobillos y muñecas tintineaban, crispándole los nervios. En lugar de excitarse por el descarado baile sensual y por sus cuerpos ocultos por velos transparentes, se sentía incómodo. Deseaba que la danza terminara y que se marcharan.

Antígono se estiró para agarrar a una de las mujeres y la sujetó sobre su regazo. A pesar de que la muchacha forcejeó, la besó apasionadamente. Cuando se echó hacia atrás, rió y le dijo a Marcus:

—Elige una para ti.

La muchacha esclava gritó y el sonido provocó una revulsión instintiva en las entrañas de Marcus. Anteriormente, había visto esa misma mirada de la muchacha… en los ojos de Hadasa, cuando él dejó que sus propias pasiones se desataran fuera de control.

—Suéltala, Antígono.

Otras personas observaban a Antígono, riendo y alentándolo. Ebrio y enfadado, Antígono se puso más hostil en su determinación de hacer lo que quería. La muchacha dio un alarido.

Marcus se puso de pie de golpe.

—¡Suéltala!

El salón quedó en silencio; todos miraron sorprendidos a Marcus. Riendo, Antígono levantó la cabeza y lo miró un poco asombrado. Su risa se apagó. Alarmado, rodó hacia un lado, soltando a la muchacha.

Llorando histéricamente, la muchacha se puso de pie y se alejó tan rápido como pudo.

Antígono contempló socarronamente a Marcus. —Discúlpame, Marcus. Si la deseabas tanto, ¿por qué no lo dijiste antes?

Marcus sintió los ojos de Arria sobre él como dos brasas encendidas, ardiendo de celos. Por un instante, se preguntó qué castigo recibiría la muchacha de parte de Arria por algo que no tenía nada que ver con ella.

—No la quería —dijo a secas—. Ni a ninguna otra en este salón.

Los murmullos ondularon por el salón. Varias mujeres miraron a Arria y sonrieron con satisfacción.

El semblante de Antígono se oscureció.

—Entonces, ¿por qué interrumpiste mi placer?

—Estabas a punto de violar a la muchacha.

Antígono rió sin emoción.

—¿Violar? Si le hubieras dado un momento más, lo habría gozado.

—Lo dudo.

El humor de Antígono se esfumó y sus ojos destellaron ante el insulto.

—¿Desde cuándo te importan los sentimientos de una esclava? Te he visto disfrutar de tu placer de manera similar un par de veces.

—No necesito que me lo recuerdes —dijo Marcus amargamente, terminando lo que le quedaba de vino en la copa—. Lo que realmente necesito es tomar un poco de aire fresco.

Salió a los jardines, pero no encontró alivio allí porque Arria lo siguió, con Mérula a su lado. Marcus apretó los dientes y soportó su presencia. Ella habló de su amorío como si hubiera terminado el día anterior y no cuatro años antes. Mérula miró con furia a Marcus, quien sintió compasión por el hombre. Arria siempre había disfrutado atormentando a sus amantes.

—¿Has leído mi libro, Marcus? —dijo ella con una voz melosa.

—No.

—Es bastante bueno. Lo disfrutarías.

—Ya no me gusta la basura —dijo, su mirada vacilando sobre ella.

Los ojos de ella chispearon. —Mentí sobre ti, Marcus —dijo con el rostro contraído por la rabia—. ¡Fuiste el peor amante que he tenido!

Marcus le sonrió fríamente.

—Eso es porque soy el único que se apartó de ti cuando aún le quedaba sangre en las venas. —Dándole la espalda, se alejó caminando.

Ignorando los insultos que ella le lanzaba, abandonó el jardín. Regresó al banquete y buscó distraerse charlando con viejos conocidos y amigos. Pero sus risas lo irritaron; la diversión que disfrutaban siempre era a costa de otro. Percibía la mezquindad detrás de los comentarios graciosos, el deleite mientras volvían a contar nuevas tragedias.

Dejando al grupo, se recostó en un sillón, bebió de mal humor y miró a la gente. Observó la manera en que jugaban unos con otros. Fingían ser civilizados, al mismo tiempo que lanzaban su veneno. Y, entonces, se dio cuenta de golpe. Las reuniones y los banquetes como este alguna vez habían sido una gran parte de su vida. Él se había deleitado en ellos.

Ahora se preguntaba por qué estaba aquí… por qué siquiera había regresado a Roma.

Antígono se acercó a él; abrazaba a la ligera a una muchacha pálida que estaba ricamente vestida. Su sonrisa era sensual. Tenía

las curvas de Afrodita y, por un instante, su carne reaccionó a la oscura intensidad de sus ojos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado con una mujer.

Antígono notó la apreciación de Marcus y sonrió satisfecho consigo mismo.

—Te gusta. Sabía que te gustaría. Es muy atractiva. —Retirando su brazo de alrededor de la mujer, le dio un empujoncito, aunque ella no necesitaba que lo hiciera. Chocó suavemente contra el pecho de Marcus y levantó los ojos hacia él, con los labios separados. Antígono sonrió, obviamente orgulloso de sí mismo—. Se llama Dídima.

Marcus tomó a Dídima por los hombros y la apartó de él, sonriéndole irónicamente a Antígono. La mujer dirigió la mirada interrogativamente hacia su amo, y Antígono se encogió de hombros.

—Al parecer, no te quiere, Didi. —Agitó descuidadamente la mano en despedida.

Marcus dejó la copa firmemente sobre la mesa.

—Agradezco el gesto, Antígono…

—Pero… —dijo él con reparo y sacudió la cabeza—. Me desconciertas, Marcus. No te interesan las mujeres. No te interesan los juegos. ¿Qué te sucedió en Éfeso?

—Nada que pudieras entender.

—Inténtalo.

Marcus le sonrió sarcásticamente.

—No le confiaría mi vida privada a un hombre tan público.

Los ojos de Antígono mostraban desdén.

—Tus palabras son muy mordaces últimamente —dijo en voz baja—. ¿En qué te ofendí para que tengas ese aire tan condenatorio?

Marcus negó con la cabeza.

—No eres tú, Antígono. Es todo esto.

—¿Todo qué? —dijo Antígono, confundido.

—La vida. ¡La condenada vida! —Los placeres sensuales que Marcus alguna vez había saboreado ahora le parecían basura. Cuando Hadasa murió, algo murió dentro de él. ¿Cómo podía explicarle los cambios dolorosos y profundos que había sufrido a alguien como Antígono, un hombre devorado y obsesionado por las pasiones carnales?

¿Cómo podía explicarle que todo había perdido sentido para él el día que una esclava común había muerto en el anfiteatro efesio?

—Te pido disculpas —dijo inexpresivamente, poniéndose de pie para irse—. Soy una pésima compañía en estos días.

Durante el mes siguiente le llegaron otras invitaciones, pero las rechazó, prefiriendo enfrascarse en sus empresas. Pero allí tampoco encontró paz. Por mucho que trabajara, seguía sintiéndose atormentado. Finalmente, supo que tenía que alejarse del pasado, de Roma, de todo.

Vendió la cantera y los contratos de construcción que le quedaban, ambos con ganancias considerables, aunque no se sintió orgulloso ni satisfecho por los beneficios. Se reunió con los administradores de las bodegas Valeriano en el Tíber y revisó las cuentas. Sexto, un antiguo socio de su padre, había demostrado ser leal a los intereses de los Valeriano durante muchos años. Marcus le ofreció el puesto de superintendente de los bienes de la familia Valeriano en Roma, con un generoso porcentaje de las ganancias brutas.

Sexto estaba anonadado.

—Jamás ha sido tan generoso, mi señor. —El tono de sus palabras era sutilmente desafiante y desconfiado.

—Puedes distribuir el dinero como te parezca, sin rendirme cuentas.

—No me refería al dinero —dijo Sexto sin rodeos—. Hablo del control. A menos que haya entendido mal, me está entregando las riendas de sus negocios en Roma.

—Es correcto.

—¿Se olvida de que alguna vez fui esclavo de su padre? —No.

Sexto lo evaluó con los ojos entrecerrados. Había conocido bien a Décimo y sabía desde mucho tiempo atrás que Marcus no le había causado salvo aflicciones a su padre. La ambición del joven era como una fiebre que corría por su sangre y arrasaba con su conciencia. ¿A qué estaba jugando ahora?

—¿No era su objetivo controlar las empresas de su padre, así como las suyas?

La boca de Marcus se curvó en una sonrisa fría.

—Hablas con franqueza.

—¿Preferiría que no lo hiciera, mi señor? Entonces, desde ya, dígamelo para que pueda adularlo.

Marcus se puso tenso, pero dominó su temperamento. Se obligó a recordar que este hombre había sido un fiel amigo de su padre.

—Mi padre y yo hicimos las paces en Éfeso.

El silencio de Sexto reveló su incredulidad.

Marcus miró al viejo directamente a los ojos y le sostuvo la mirada.

—La sangre de mi padre corre por mis venas, Sexto —dijo con frialdad—. No te hago esta propuesta a la ligera ni tengo motivos ocultos que te pongan en peligro. En las últimas semanas he pensado mucho en este tema. Has manejado los cargamentos que se han entregado en estos depósitos durante diecisiete años. Conoces personalmente a cada uno de los hombres que descargan los barcos y almacenan las mercancías. Sabes cuáles son los vendedores confiables y cuáles no. Y siempre has rendido cuentas responsablemente de cada una de las transacciones. ¿En quién más podría confiar? —Le entregó el pergamino. Sexto no se movió para recibirlo.

—Acéptalo o recházalo, como te convenga —dijo Marcus—, pero entiende esto: he vendido mis otras empresas en Roma. El único motivo por el que no vendí los barcos y los almacenes es porque fueron una parte muy importante de la vida de mi padre. A él le costó sangre y sudor levantar esta empresa; no a mí. Te ofrezco este puesto porque eres capaz pero, principalmente, porque fuiste amigo de mi padre. Si rechazas mi propuesta, los venderé. No tengas ninguna duda de ello, Sexto.

Sexto lanzó una risa áspera.

—Aunque tuviera la seria determinación de vender, no podría. Roma lucha por sobrevivir. En este momento, ninguna persona que yo conozca tiene el dinero para comprar una empresa de este tamaño y magnitud.

—Lo sé perfectamente. —Los ojos de Marcus eran fríos—. No veo mal disponer de mi flota barco por barco, y de las propiedades de los muelles, edificio por edificio.

Sexto vio que hablaba en serio y se asombró por su tremenda mentalidad oportunista. ¿Cómo era posible que este joven fuera hijo de Décimo?

—¡Tiene casi quinientas personas trabajando para usted! Hombres libres, en su mayoría. ¿No le importa nada de ellos ni el bienestar de sus familias?

—Tú los conoces mejor que yo.

—Si usted vende ahora, recibirá una fracción de todo lo que vale —dijo, aludiendo al bien conocido amor de Marcus por el dinero—. Dudo que lo haga.

—Ponme a prueba. —Marcus lanzó el pergamino a la mesa que había entre los dos.

Sexto lo estudió durante un largo rato, alarmado por la insensibilidad en el rostro del joven y la firme determinación de su mandíbula. No mentía.

¿Por qué?

—Porque no dejaré que esta pesada carga siga reteniéndome en Roma.

—¿Y llegaría tan lejos? Si lo que dice es verdad y sí hizo las paces con su padre, ¿por qué destruiría lo que a él le llevó toda una vida construir?

—Eso no es lo que quiero hacer —respondió Marcus sencillamente—, pero te diré esto, Sexto: al final, padre se dio cuenta de que todo era vanidad y ahora estoy de acuerdo con él. —Hizo un ademán hacia el pergamino—. ¿Cuál es tu respuesta?

—Necesitaré tiempo para pensarlo.

—Tienes el tiempo que tarde en salir por esa puerta.

Sexto se puso rígido frente a tal arrogancia. Luego se relajó. Curvó ligeramente la boca. Suspiró y sacudió la cabeza con una risa suave.

—Usted se parece mucho a su padre, Marcus. Aun después de haberme dado la libertad, siempre supo cómo salirse con la suya.

—No en todo —dijo Marcus, enigmáticamente.

Sexto percibió el dolor de Marcus. Quizás había hecho las paces con su padre, después de todo, y ahora se arrepentía de los años perdidos en rebeldía. Levantó el pergamino y lo golpeteó contra la palma de su mano. Recordando al padre, Sexto analizó al hijo.

—Acepto —dijo—, bajo una condición.

—La que sea.

—Negociaré con usted de la misma manera que negocié con su padre. —Arrojó el pergamino a las brasas que ardían en el brasero y extendió su mano.

Con la garganta cerrada, Marcus se la estrechó.

A la mañana siguiente, al amanecer, Marcus zarpó hacia Éfeso.

Durante las largas semanas del viaje, pasó horas parado en la proa del barco, con el viento salado golpeándole el rostro. Allí, finalmente, se permitió volver a pensar en Hadasa. Recordó que había estado con ella en una proa como esta, observando los suaves rizos de su cabello oscuro ondeando sobre su rostro, su expresión seria mientras hablaba de su dios invisible: «Dios habla… una tranquila y suave voz en el viento».

De la misma manera que su voz parecía hablarle ahora a él, tranquila y suave, susurrándole en el viento… llamándolo.

Pero ¿a qué? ¿A la desesperanza? ¿A la muerte?

Se debatía entre el deseo de olvidarla y el temor de hacerlo. Y ahora era como si, por haber abierto sus pensamientos a ella, no pudiera volver a cerrarlos.

Su voz se había convertido en una presencia insistente, un eco que resonaba a través de las tinieblas en las que ahora vivía.

Un eco en las tinieblas

HADASA

REPASO DEL PERSONAJE

  1. ¿Cuál es su encuentro favorito con Hadasa? ¿Por qué?
  2. ¿Qué cambios son evidentes en Hadasa después de la arena (además de los físicos)?

PROFUNDIZANDO

  1. Discutan cómo se percibe Hadasa a sí misma.
  2. Describan cómo pasó Hadasa del miedo y la timidez al poder y al amor.
  3. ¿Qué miedos les impiden a ustedes vivir el amor y el poder de Dios?

PERCEPCIONES Y DESAFÍOS PERSONALES

  1. ¿De qué maneras se identifican con Hadasa? ¿En qué difieren?
  2. ¿Qué creen que motivaba a Hadasa? ¿Qué los motiva a ustedes?
  3. «Confía en el SEÑOR con todo tu corazón; no dependas de tu propio entendimiento. Busca su voluntad en todo lo que hagas, y él te mostrará cuál camino tomar» (Proverbios 3:5-6). ¿Cómo demostró Hadasa su confianza en Dios?

BÚSQUEDA EN LAS ESCRITURAS

Mientras discuten sobre Hadasa y cómo creció en la fe, lean los siguientes versículos bíblicos. Posiblemente arrojarán luz sobre el recorrido de Hadasa y también sobre el suyo.

Oh SEÑOR, mi Dios, clamé a ti por ayuda, y me devolviste la salud. Me levantaste de la tumba, oh SEÑOR; me libraste de caer en la fosa de la muerte.

SALMO 30:2-3

No se interesen tanto por la belleza externa: los peinados extravagantes, las joyas costosas o la ropa elegante. En cambio, vístanse con la belleza interior, la que no se desvanece, la belleza de un espíritu tierno y sereno, que es tan precioso a los ojos de Dios.

1 PEDRO 3:3-4

Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor y timidez sino de poder, amor y autodisciplina.

2 TIMOTEO 1:7


MARCUS

REPASO DEL PERSONAJE

  1. Discutan el viaje de Marcus. ¿Qué creen que estaba buscando?
  2. ¿Entendió Marcus el verdadero significado de la verdad? Describan su actitud hacia la verdad y cómo afectó eso sus actos y sus decisiones.

PROFUNDIZANDO

  1. Describan algunos de los cambios que observaron en Marcus.
  2. Contrasten el entendimiento y la respuesta de Marcus a la «verdad» con los de Julia.
  3. Relaten la conversión de Marcus al cristianismo. ¿Cuáles fueron los pasos que lo llevaron hasta ese punto?

PERCEPCIONES Y DESAFÍOS PERSONALES

  1. ¿De qué maneras se sienten identificados con Marcus? ¿En qué difieren?
  2. ¿Por qué creen que Marcus comenzó su viaje en busca de la verdad? ¿De qué maneras buscan ustedes la verdad?
  3. «Confía en el SEÑOR con todo tu corazón; no dependas de tu propio entendimiento. Busca su voluntad en todo lo que hagas, y él te mostrará cuál camino tomar» (Proverbios 3:5-6). ¿De qué maneras experimentó Marcus la guía de Dios en su vida?

BÚSQUEDA EN LAS ESCRITURAS

Mientras piensan en el recorrido de fe de Marcus, busquen los siguientes versículos bíblicos. Es posible que ellos les revelen sus intenciones y, además, expongan las de ustedes mismos.

El sabio tiene hambre de conocimiento, mientras que el necio se alimenta de basura. […] Los hijos sensatos traen alegría a su padre; los hijos necios desprecian a su madre.

PROVERBIOS 15:14, 20

Podemos hacer nuestros propios planes, pero la respuesta correcta viene del SEÑOR.

PROVERBIOS 16:1

Y sabemos que Dios hace que todas las cosas cooperen para el bien de quienes lo aman y son llamados según el propósito que él tiene para ellos.

ROMANOS 8:28


FEBE

REPASO DEL PERSONAJE

  1. Describan su escena favorita con Febe y lo que muestra de ella.
  2. Detallen la relación de Febe con sus hijos.

PROFUNDIZANDO

  1. Discutan el estilo de vida y las prioridades de Febe. ¿Cómo cambiaron su estilo de vida y/o sus prioridades a lo largo del libro?
  2. ¿De qué maneras demostró Febe su fe en Dios?
  3. ¿Cómo serían sus propias listas de prioridades?

PERCEPCIONES Y DESAFÍOS PERSONALES

  1. ¿En qué cosas se parecen ustedes a Febe? ¿En qué difieren?
  2. ¿Les parece que la vida de oración de Febe era realista? ¿Cómo se compara con la vida de oración de ustedes?
  3. «Confía en el SEÑOR con todo tu corazón; no dependas de tu propio entendimiento. Busca su voluntad en todo lo que hagas, y él te mostrará cuál camino tomar» (Proverbios 3:5-6). ¿De qué maneras aprendió Febe a confiar en Dios?

BÚSQUEDA EN LAS ESCRITURAS

Mientras piensan en el viaje de fe de Febe, lean los siguientes versículos bíblicos y vean si proveen las razones y la esperanza que la motivaron a ella y, esperemos, a ustedes también.

La religión pura y verdadera a los ojos de Dios Padre consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas en sus aflicciones, y no dejar que el mundo te corrompa.

SANTIAGO 1:27

Además, el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra debilidad. Por ejemplo, nosotros no sabemos qué quiere Dios que le pidamos en oración, pero el Espíritu Santo ora por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras.

ROMANOS 8:26

Confiésense los pecados unos a otros y oren los unos por los otros, para que sean sanados. La oración ferviente de una persona justa tiene mucho poder y da resultados maravillosos. SANTIAGO 5:16


JULIA

REPASO DEL PERSONAJE

  1. Elijan una escena memorable o conmovedora con Julia y hablen de qué les llamó la atención.
  2. Describan el estilo de vida de Julia.

PROFUNDIZANDO

  1. Detallen algunas de las decisiones de Julia y las consecuencias que tuvieron dichas decisiones.
  2. ¿De qué formas trató Julia de justificar sus decisiones?
  3. ¿De qué maneras justifican ustedes sus propias actitudes o actos?

PERCEPCIONES Y DESAFÍOS PERSONALES

  1. ¿En qué se identifican con Julia? ¿En qué difieren?
  2. ¿Cuándo creen que Julia empezó a ablandarse hacia Dios, y por qué?
  3. «Confía en el SEÑOR con todo tu corazón; no dependas de tu propio entendimiento. Busca su voluntad en todo lo que hagas, y él te mostrará cuál camino tomar» (Proverbios 3:5-6). ¿De qué maneras luchó Julia contra su «propio entendimiento»? ¿De qué maneras lo hacen ustedes?

BÚSQUEDA EN LAS ESCRITURAS

Mientras reflexionan sobre el viaje que hizo Julia para encontrar al Salvador, busquen los siguientes versículos bíblicos. Posiblemente arrojarán luz sobre las luchas de ella y sobre las de ustedes también.

¿Quién podrá encontrar una esposa virtuosa y capaz? Es más preciada que los rubíes. […] Esa mujer le hace bien y no mal, todos los días de su vida.

PROVERBIOS 31:10, 12

Esto es aún más urgente, porque ustedes saben que es muy tarde; el tiempo se acaba. Despierten, porque nuestra salvación ahora está más cerca que cuando recién creímos.

ROMANOS 13:11

Si declaras abiertamente que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo. Pues es por creer en tu corazón que eres hecho justo a los ojos
de Dios y es por declarar abiertamente tu fe que eres salvo.

ROMANOS 10:9-10

An Echo in the Darkness
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