La obra maestra

La autora de éxitos de mayor venta del New York Times, Francine Rivers, regresa a sus raíces románticas con esta inesperada y redentora historia de amor. Un profundo relato que nos recuerda que la misericordia de Dios puede restaurar aun a los más quebrantados y convertirlos en una obra maestra imperfecta pero maravillosamente impresionante. Román Velasco es un exitoso artista de Los Ángeles, California, que aparenta tenerlo todo: mujeres, fama y fortuna. Solo Grace Moore, su nueva y reacia asistente personal, entiende cuán poco posee en realidad. Los demonios del pasado de Román parecen hacer eco en los pasillos de su inmensa y vacía mansión y opacan la impresionante vista del cañón de Topanga. Así como Román, Grace también lucha con fantasmas y secretos de su pasado. Después de pasar por un matrimonio desastroso que sacó su vida completamente de curso, ella juró nunca más permitir que el amor le robara sus sueños; pero a medida que conoce más al hombre enigmático detrás de la reputación que lo opaca, es como si los fragmentos de su pasado pronto comenzaran a entrar de nuevo en su lugar… hasta que algo totalmente inesperado sucede y cambia el curso de su relación y de sus vidas para siempre.

1

Román Velasco subió por la escalera de incendio y se impulsó por encima de la pared para llegar a la azotea. Agachándose, se movió con rapidez. Otro edificio lindaba con el bloque de departamentos de cinco pisos, un lugar perfecto para el grafiti. Al otro lado de la calle, justo enfrente, estaba el edificio de un banco, y él ya había dejado una obra en la puerta principal.

Se quitó la mochila de los hombros y sacó sus materiales. Tendría que trabajar rápido. Los Ángeles nunca dormía. Aun a las tres de la madrugada, los carros aceleraban por el bulevar.

Esta obra la verían todos los conductores de carros que iban hacia el este. Estaría en peligro hasta terminarla, pero, vestido con un pantalón negro y una sudadera con capucha, difícilmente lo verían, a menos que alguien estuviera buscándolo. Diez minutos. Era el tiempo que necesitaba para dejar una galería de personajes moviéndose sobre la pared, todos parecidos al empresario de sombrero de copa del juego Monopoly, con el último saltando hacia la calle. Había trazado la figura, cargada con bolsas de dinero, entrando en el banco que estaba al otro lado de la calle.

La plantilla de papel se enganchó en algo y se rasgó. Maldiciendo en voz baja, Román trabajó rápidamente para ponerle cinta adhesiva. Una ráfaga de viento subió y le arrancó un pedazo. Era un esténcil largo y asegurarlo le llevó varios preciados minutos. Agarró una lata de pintura en aerosol y la agitó. Cuando apretó el botón, no sucedió nada. Maldiciendo, sacó otra lata y empezó a rociar.

Un vehículo se acercó. Miró hacia abajo y se quedó helado cuando vio un carro de policía desacelerando. ¿Era el mismo que había pasado una hora antes, cuando se dirigía al banco? Había caminado con paso firme, con la esperanza de que pensaran que solo era un tipo volviendo a casa después de su trabajo nocturno. El carro había bajado la velocidad para echarle un vistazo y luego siguió adelante. Tan pronto como el carro desapareció calle abajo, él finalizó su obra sobre la puerta de vidrio del banco.

Román volvió a trabajar. Solo necesitaba unos minutos más. Siguió rociando.

Las luces del freno irradiaron un rojo encendido en la calle. El carro de la policía se había detenido delante del banco. Un rayo blanco de luz se fijó sobre la puerta principal.

Un minuto más. Román hizo otros dos barridos y empezó a quitar el esténcil con cuidado. Había tenido que usar más cinta que de costumbre, así que le llevó más tiempo. La última parte del papel se despegó y añadió tres letritas negras entrelazadas, que parecían un pájaro en vuelo.

Un policía salió del carro con una linterna en la mano.

Román se agachó, enrolló el esténcil y lo metió en su mochila junto con las latas de aerosol. El haz de luz subió y se acercó. Pasó directamente sobre él cuando comenzó a moverse por el techo. La luz siguió hacia abajo y se alejó. Aliviado, Román se puso la mochila sobre los hombros y se levantó un poco.

La luz regresó y destacó su silueta contra la pared. Echó a correr a toda velocidad, ocultando su rostro.

El rayo de luz siguió su huida por la azotea. Escuchó voces y pisadas que corrían. Con el corazón martilleándole, Román voló de un salto hacia el próximo edificio. Cayó con un fuerte golpe, rodó hasta pararse y siguió corriendo. En la Jefatura de Policía probablemente había un expediente sobre las obras del Pájaro. Ya no era un adolescente que tendría que cumplir una condena de trabajo comunitario por pintar paredes con símbolos de pandillas. Si lo atrapaban ahora, iría a la cárcel.

Peor aún, destruiría el incipiente prestigio que Román Velasco estaba ganándose como artista legítimo. Los grafitis le concedían cierta reputación en la calle, pero no le servían para llegar a una galería.

Un policía había vuelto al carro de la brigada. Los neumáticos chirriaron. No planeaban darse por vencidos.

Román divisó una ventana abierta en otro edificio y decidió escalar en vez de bajar.

Una puerta de carro se cerró de golpe. Un hombre gritó. Debía ser una noche muy lenta si estos dos policías querían dedicar tanto tiempo a cazar un grafitero.

Román se columpió sobre el borde de otra azotea. Una lata semivacía de pintura en aerosol cayó de su apretujada mochila y explotó en el pavimento debajo.

El policía, sobresaltado, sacó su arma y la apuntó hacia Román mientras trepaba.

«¡Policía de Los Ángeles! ¡Detente ahí mismo!».

Aferrándose a una cornisa, Román se impulsó hacia arriba y entró a través de la ventana abierta del departamento. Contuvo la respiración. Un hombre roncaba en la habitación. Román avanzó sigilosamente. No había avanzado dos pasos cuando chocó contra algo. Sus ojos se adaptaron a la tenue luz de los electrodomésticos de la cocina. El residente debía ser un cachivachero. La abarrotada sala podría ser la perdición de Román. Dejó su mochila detrás del sofá.

Abrió silenciosamente la puerta principal, se asomó y escuchó. No había movimiento ni voces. El hombre que estaba en la habitación resopló y se movió. Román salió rápidamente y cerró la puerta detrás de sí. La puerta de la salida de emergencia estaba atascada. Si la violentaba, haría ruido. Encontró el ascensor; su corazón se aceleraba mientras el ascensor se tomaba todo el tiempo del mundo para subir. Bing. Las puertas se abrieron. Román entró y presionó el botón del estacionamiento subterráneo.

Solo mantén la calma. Se echó la capucha hacia atrás y se pasó las manos por el cabello. Respiró hondo y soltó el aire lentamente. Las puertas del ascensor se abrieron. El estacionamiento subterráneo estaba bien iluminado. Román mantuvo la puerta abierta y esperó unos segundos para recorrer el lugar con la vista antes de salir. Todo despejado. Aliviado, se dirigió a la rampa que subía hacia la calle lateral.

La patrulla estaba estacionada junto a la cuneta. Las puertas se abrieron y ambos agentes salieron.

Por un instante, Román se debatió entre inventar una historia rápida de por qué estaba saliendo a caminar a las tres y media de la mañana, pero de alguna manera supo que ninguna historia impediría que lo esposaran.

Salió huyendo calle arriba hacia un barrio residencial que quedaba a una cuadra del bulevar principal. Los policías lo siguieron como sabuesos detrás de un zorro.

Román corrió toda una calle, subió por un acceso pavimentado y saltó sobre una pared. Pensó que estaba a salvo, hasta que se dio cuenta de que no estaba solo en el patio. Un pastor alemán se levantó de un salto y empezó a perseguirlo. Román corrió por el patio y saltó la cerca trasera. El perro chocó contra la cerca y la arañó, ladrando ferozmente. Román cayó con fuerza al otro lado y volcó un par de botes de basura en su apuro por salir de allí. Ahora, cada perro de la cuadra estaba ladrando a todo volumen. Román se movió aprisa, manteniéndose agachado y en las sombras.

Se encendieron luces. Podía escuchar voces.

Las preguntas demorarían a los policías y lo más probable era que no pasarían por encima de las cercas ni entrarían en propiedad privada. Román avanzó con rapidez durante varias cuadras y luego bajó la velocidad a un paso normal para recobrar el aliento.

Los perros habían dejado de ladrar. Escuchó un carro y se escabulló detrás de unos arbustos. El carro de la policía cruzó la calle siguiente sin bajar la velocidad, dirigiéndose de regreso hacia el bulevar Santa Mónica. Quizás los había perdido. En lugar de seguir tentando su suerte, Román esperó unos minutos antes de arriesgarse a salir a la acera.

Tardó una hora en volver a su BMW. Deslizándose al asiento del conductor, no pudo resistir la tentación de conducir hacia el este para echarle un vistazo a su obra.

Para el mediodía la puerta del banco estaría limpia, pero la obra grande, sobre la pared al otro lado de la calle, duraría más. En los últimos años, el Pájaro había ganado suficiente notoriedad por lo que los dueños de algunos edificios dejaban intactos los grafitis. Él esperaba que este fuera el caso. Había estado demasiado cerca de ser atrapado como para que la obra fuera borrada y olvidada en uno o dos días.

El tránsito de la autopista ya había empezado a repuntar. Luchando contra el cansancio, Román encendió el aire acondicionado. El aire frío estalló en su cara y lo mantuvo bien despierto mientras conducía hacia el cañón Topanga, sintiéndose agotado y un poco deprimido. Después de su exitosa incursión nocturna debía estar lleno de deleite, no sintiéndose como un anciano que necesitaba un sillón reclinable.

Disminuyó la velocidad y giró en la entrada de grava que llevaba a su casa. Presionó un botón y abrió la puerta del garaje. Tres carros más grandes que su 740Li podían caber en el espacio. Apagó el motor y se quedó sentado unos segundos, mientras la puerta zumbaba cerrándose detrás de él.

Cuando empezó a salir del carro, una oleada de debilidad lo golpeó. Se quedó quieto un minuto, esperando que pasara la extraña sensación. Volvió a atacarlo cuando se dirigía a la puerta trasera. Tambaleándose, cayó sobre una rodilla. Afirmó su puño sobre el cemento y mantuvo la cabeza agachada.

El malestar pasó y Román se levantó lentamente. Necesitaba dormir. Eso era todo. Una noche completa lo arreglaría. Abrió la puerta de atrás y se encontró con un silencio mortal.

Se bajó el cierre y se quitó la sudadera negra con capucha mientras caminaba por el pasillo hacia su habitación. Estaba demasiado cansado como para darse una ducha, demasiado cansado para bajar el aire acondicionado a diecinueve grados centígrados y demasiado cansado para comer, a pesar de que tenía el estómago acalambrado por el hambre. Se sacó la ropa y se tendió en la cama sin tender. Quizás esta noche tendría la suerte de dormir sin soñar. Normalmente, el entusiasmo que alcanzaba por sus incursiones nocturnas recibía a cambio una revancha de pesadillas de sus días en el barrio marginal Tenderloin. El Blanquito nunca permanecía sepultado por mucho tiempo.

La mañana disparó sus lanzas de luz solar. Román cerró los ojos, anhelando la oscuridad.

***

Grace Moore se levantó temprano, sabiendo que necesitaría mucho tiempo para cruzar el valle y llegar puntual en su primer día como empleada temporal. No estaba segura de que el empleo pagaría lo suficiente para poder conseguir un pequeño departamento para ella y su hijo, Samuel, pero era un comienzo. Cuanto más vivía con los García, más complicadas se ponían las cosas.

Selah y Rubén no tenían apuro de que se fuera. Selah seguía esperando que Grace cambiara de parecer y firmara los papeles de la adopción. Grace no quería darle falsas esperanzas, pero no tenía ningún otro lugar adonde ir. Cada día que pasaba, tenía más ganas de volver a ser independiente.

Desde que la habían despedido hacía un año, había enviado decenas de currículum, y solo había recibido unas cuantas llamadas para entrevistas. Ninguna resultó en un empleo. Por estos días, todos los empleadores querían una universitaria graduada y ella solo había completado un año y medio antes de suspender sus estudios para poder mantener a su esposo, Patrick, hasta que él se graduara.

Recordando el pasado, se preguntó si Patrick alguna vez la había amado. Había roto cada promesa que le había hecho. Él la había necesitado. Y la había usado. Así de simple.

Tía Elizabeth tenía razón. Grace era una tonta.

Samuel se movió en su cuna. Grace lo levantó con gentileza, agradecida de que estuviera despierto. Tendría tiempo para alimentarlo y cambiarle el pañal antes de entregárselo a Selah.

«Buen día, hombrecito». Grace inhaló su aroma de bebé y se sentó en el borde de la cama individual que acababa de tender. Se abrió la blusa y acomodó al niño para poder darle de comer.

Las circunstancias de su concepción y las complicaciones que había sumado a su vida dejaron de ser importantes desde el mismo instante en que Grace lo tuvo en sus brazos por primera vez. No había pasado ni una hora desde su nacimiento, cuando supo que no podría entregarlo en adopción, sin importar cuánto mejor pudiera ser la vida de su hijo con los García. Así se lo dijo a Selah y a Rubén, pero cada día aumentaba su angustia cuando Selah se quedaba a cargo de él, mientras Grace salía a buscar la manera de mantenerse a sí misma y a su hijo.

Otras personas lo hacen, Señor. ¿Por qué yo no puedo?

Otras personas tenían familia. Ella solo tenía a tía Elizabeth.

Padre, por favor, permite que este trabajo salga bien. Ayúdame, Señor.

Por favor. Yo sé que no lo merezco, pero Te lo pido. Te lo suplico. Afortunadamente, había pasado la entrevista y las pruebas con la agencia de empleo temporal y la habían incluido en su listado. La señora Sandoval tenía un puesto vacante: «He mandado cuatro personas altamente calificadas a este hombre y las rechazó a todas. Creo que no sabe qué necesita. Es el único trabajo que puedo ofrecerte en este momento».

Grace habría aceptado trabajar para el mismísimo diablo, si eso significaba que recibiría un salario regularmente.

***

El sonido de las campanillas arrancó a Román de las tinieblas. ¿Había soñado que estaba en la Abadía de Westminster? Se volteó. Su cuerpo apenas se había relajado cuando las campanillas sonaron de nuevo. Alguien había tocado el timbre de la puerta. Le habría gustado ponerle las manos encima al propietario que había instalado el condenado sistema. Maldiciendo, Román puso una almohada sobre su cabeza, esperando sofocar la melodía que podía escucharse de un extremo al otro de la casa de casi quinientos metros cuadrados.

El silencio volvió. El intruso probablemente había entendido el mensaje y se había ido.

Román trató de volver a dormir. Cuando las campanillas empezaron otra vez, gritó de frustración y se levantó. Una oleada de debilidad lo agitó de nuevo. Derribó una botella de agua medio vacía y el reloj despertador, y recuperó el equilibrio antes de caer de cara al piso. Tres veces en menos de veinticuatro horas. Tal vez tendría que recurrir a medicamentos recetados para lograr el descanso que necesitaba. Pero en este preciso instante, lo único que quería era desatar su temperamento contra el intruso que estaba tocando el timbre de su puerta.

Después de ponerse unos pantalones deportivos, Román levantó una camiseta arrugada de la alfombra y caminó descalzo hacia el vestíbulo. Quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta principal iba a lamentar haber puesto un pie en su propiedad. Las campanillas volvieron a sonar justo mientras abría la puerta de un tirón. Una mujer joven levantó la vista, sorprendida, y se alejó cuando él cruzó el umbral.

—¿No sabes leer? —Señaló con el dedo el letrero pegado junto a la puerta del frente—. ¡No se reciben vendedores!

Con sus ojos castaños muy abiertos, ella levantó sus manos en un gesto conciliador.

Llevaba el cabello oscuro corto y rizado; el blazer negro, la blusa blanca y las perlas delataban que era una oficinista. Un recuerdo borroso destelló en su mente, pero Román lo descartó.

—¡Fuera de aquí! —Él retrocedió y dio un portazo. No se había alejado mucho cuando ella golpeó suavemente la puerta. Abriéndola nuevamente de un tirón, la fulminó con la mirada—. ¿Qué quieres?

Ella parecía lo suficientemente asustada como para salir corriendo, pero se mantuvo firme.

—Estoy aquí a sus órdenes, señor Velasco.

¿A sus órdenes?

—Como si yo quisiera una mujer en mi puerta a primera hora de la mañana.

—La señora Sandoval me dijo a las nueve en punto. Me llamo Grace Moore. De la agencia de empleo temporal.

Él soltó una palabrota. Ella parpadeó y sus mejillas se pusieron coloradas. El enojo de él se disolvió como sal en el agua. Genial. Fantástico.

—Me olvidé de que ibas a venir.

Ella parecía preferir estar en cualquier otro lugar y él se dio cuenta de que no podía echarle la culpa por eso. Consideró decirle que volviera al día siguiente, pero supo que ella no lo haría. Él ya estaba despierto. Sacudió la cabeza y dejó la puerta abierta.

—Adelante.

En el último mes había pasado por cuatro empleadas temporales. La señora Sandoval estaba perdiendo la paciencia más rápido que él: «Le enviaré una más, señor Velasco y, si ella no sirve, le daré el nombre de mi competidor».

Él estaba buscando a alguien que contestara las llamadas telefónicas y se ocupara de los detalles tediosos como la correspondencia, las cuentas y la agenda. No quería un sargento instructor, una tía solterona ni una psicóloga principiante que analizara su psiquis de artista. Tampoco necesitaba a una rubia voluptuosa, con una blusa escotada que revolviera los papeles a su alrededor sin idea de dónde archivarlos. Ella había tenido sus propias ideas de qué podía querer un artista, además de una mujer capacitada para trabajar en una oficina. Él podría haber aceptado su oferta si no hubiera tenido suficiente experiencia con mujeres como ella. Duró tres días.

Cuando no escuchó ningún paso detrás de él, Román se detuvo y miró hacia atrás. La joven todavía estaba parada afuera.

—¿Qué esperas? ¿Una invitación formal?

Entró y cerró la puerta silenciosamente detrás de sí. Parecía a punto de salir corriendo.

Él le ofreció una sonrisa de disculpa.

—Tuve una larga noche.

Ella murmuró algo que él no comprendió y decidió no pedirle que se lo repitiera. Sintió los primeros indicios de un dolor de cabeza y el clic de los tacones de ella sobre el piso de azulejos de piedra no ayudaba. Tenía sed y necesitaba cafeína. Entró en la cocina, ubicada junto a la sala de estar. Ella se detuvo al borde de la sala de estar a desnivel y miró boquiabierta el techo abovedado y la pared de vidrio que miraba hacia el cañón Topanga. La luz del sol se derramaba a través de los ventanales recordándole que, en ese momento, la mayoría de las personas estaban cumpliendo su condena en sus trabajos de nueve a cinco.

Román abrió la puerta del refrigerador de acero inoxidable y agarró una botella de jugo de naranja. Le quitó la tapa, bebió de la botella y la bajó.

—¿Cómo me dijiste que te llamas?

—Grace Moore.

Tenía el aspecto adecuado para el trabajo: fresca, tranquila, templada. Bonita, de veinte y pico, delgada y en forma, pero no de su tipo. A él le gustaban las rubias voluptuosas que conocían la jugada.

Sintiendo que la examinaba, lo miró. Las mujeres solían hacerlo, pero no con esa expresión cautelosa.

—Tiene una vista preciosa, señor Velasco.

—Sí, bueno, a la larga, uno se cansa de todo. —Dejó la botella de jugo de naranja en la barra. Ella parecía incómoda. Entendible, teniendo en cuenta su recibimiento tan poco amable. Él sonrió levemente. Ella le devolvió una mirada inexpresiva. Bien. Necesitaba una empleada trabajadora, no una novia. ¿Se ofendería ante su primera petición?

—¿Sabes hacer café?

Echó un vistazo a la máquina automática de café expreso que podía moler granos, calentar leche y hacer un café con leche en menos de sesenta segundos al pulsar un botón con el dedo meñique.

—No una taza. Una jarra llena de café de verdad. —Él dejó la cocina a su cargo—. Usa la cafetera tradicional.

—¿Le gusta fuerte o liviano?

—Fuerte. —Salió por el pasillo—. Hablaremos después de que me asee.

Román entró en una ducha en la que cabían tres personas. Se enjabonó y agregó los chorros laterales a la ducha principal que caía sobre su cabeza. Si no le hubiera causado una primera impresión tan mala a Grace Moore, la habría hecho esperar mientras él recibía veinte minutos de hidromasaje en todo el cuerpo. Cerró la llave, salió de la ducha, pateó a un costado las toallas usadas y sacó la última toalla limpia de un estante del armario. Las prendas se desparramaban del cesto de ropa sucia. Le quedaban un par de jeans limpios en el guardarropa. Se puso una camiseta negra y buscó zapatos. Encontró las zapatillas que había usado la noche anterior. No había medias limpias en el cajón.

El café tenía un buen aroma. Ella estaba reorganizando todo lo que había en el lavaplatos.

—No te dije que limpiaras la cocina.

Ella se incorporó.

—¿Preferiría que no lo hiciera?

—Adelante.

Ella abrió los gabinetes inferiores y se levantó nuevamente, perpleja. —¿Dónde guarda el detergente para el lavaplatos? —Se me acabó.

—¿Tiene una lista para el supermercado?

—Tú eres la asistente personal. Comienza una. —Ella ya había limpiado el mostrador de granito; no lo había visto tan resplandeciente desde que se mudó—. ¿Dónde está el jugo de naranja?

—Dijo que quería café. —Sirvió una taza y la dejó frente a él—.

Si lo toma con crema o azúcar, tendrá que decirme dónde los esconde.

Sin sarcasmo. A él le gustó su sonrisa indefinida.

—Lo bebo así. —Tomó un sorbo. Había pasado la primera prueba—. No está mal. —Mejor que el de Starbucks, pero no quería repartir elogios demasiado pronto. El trabajo se trataría de algo más que hacer café… mucho más. Esperaba que estuviera más dispuesta a las diversas funciones que las otras que le había enviado la señora Sandoval. Una le había dicho que él podía hacer su propio café.

—Te mostraré dónde vas a trabajar. —La condujo por el ala este y abrió una puerta—. Esto es todo tuyo. —No necesitó mirar adentro para saber con qué se enfrentaría.

Todas las otras empleadas habían tenido algo para decir al respecto, pero ninguna parecía saber por dónde comenzar ni cómo hacerlo. ¿Sería capaz esta muchacha de llevar a cabo la tarea?

Grace Moore se quedó callada unos segundos; luego, pasó cuidadosamente al lado de él. Se abrió paso hasta el centro de la habitación y miró las pilas de papeles a su alrededor. Las puertas del armario estaban abiertas, dejando a la vista las cajas de cartón: la mayoría sin etiquetar.

Román dudó si debía irse, pero sabía que llegarían las inevitables preguntas.

—¿Crees que podrás ordenar mi caos? —La muchacha se quedó tanto tiempo en silencio, que él se puso a la defensiva—. ¿Vas a decir algo?

—Me llevará más de una semana organizar todo esto.

—Nunca dije que tenía que estar hecho en una semana.

Ella lo miró.

—Es lo máximo que le ha durado una asistente personal, ¿verdad? La gerente de personal debió habérselo advertido.

—Sí. Más o menos eso, supongo. La última se fue a los tres días, pero es porque creía que lo único que un artista necesita es una modelo que pose desnuda.

Grace Moore se ruborizó por completo.

—Yo no modelo.

—No es un problema. —Román le dedicó un rápido vistazo y se apoyó contra el quicio de la puerta—. No es lo que estoy buscando. —Ella volvió a parecer nerviosa. No quería ahuyentarla—. Necesito una persona detallista.

—¿Tiene una manera específica en que desee que su… —Su gesto abarcó el desorden— …información sea organizada?

—Si la tuviera, el lugar no sería semejante lío.

Ella frunció el ceño ligeramente mientras inspeccionaba el cuarto. —Imagino que querrá tener algún tipo de sistema que facilite el mantenimiento.

—Si tal cosa existe. ¿Crees que puedas hacerlo?

—No lo sé, pero me gustaría intentarlo. Tendré una idea más clara de qué necesita usted después de que revise todo esto.

Román se relajó. Era directa y franca. Eso le gustó. Tenía el presentimiento de que esta muchacha sabría exactamente qué hacer y cómo hacerlo con rapidez. Cuanto antes, mejor.

—Entonces, lo dejo en tus manos. —Terminó su café—. Tal vez durarás más que todas las otras. —Le dirigió lo que esperaba que fuera una sonrisa alentadora y se dirigió al pasillo.

Ella salió de la habitación.

—Señor Velasco, es necesario que hablemos de algunas cosas esenciales. Él se detuvo, esperando que nada fuera a arruinar su sensación de alivio.

—¿Cosas esenciales?

—Un escritorio y una silla de oficina, para empezar. Estanterías para archivar, un teléfono y todos los demás elementos de cualquier oficina normal.

Había dicho una persona detallista.

—Yo soy un artista, en caso de que no te lo hayan dicho. Yo no hago lo normal. Y son demasiadas cosas las que estás pidiendo en tu primer día de trabajo.

—No puedo sentarme en una silla plegable durante ocho horas al día, cinco días por semana, y necesitaré algo más que una mesa plegable para poder trabajar. Aquí apenas queda algo de espacio libre en el piso. —Miró detenidamente la habitación—. ¿Hay un teléfono en alguna parte?

—Sí. Y una computadora, a menos que la última chica se la haya llevado cuando se fue.

—Los buscaré.

—¿De verdad necesitas todo eso?

—Sí, si quiere que sus cosas queden adecuadamente archivadas, no amontonadas atolondradamente en cajas de cartón o apiladas como si fuera el dique de un castor.

Las cosas no parecían tan promisorias como unos momentos atrás. —Hay contratos, bocetos de muestras, cartas de pedidos, las cosas de mi negocio. —Si Román no supiera que la gerente de personal le colgaría el teléfono, le habría dicho a Grace Moore dónde podía poner su lista de cosas esenciales. Lamentablemente, sabía lo que haría la señora Sandoval. Y volvería al punto de partida en esta búsqueda interminable de una asistente que estuviera dispuesta y fuera capaz de hacer el trabajo. Talia Reisner le había metido en la cabeza la idea de contratar a alguien que se ocupara de lo que ella denominaba «las pequeñeces de la vida» para que él pudiera concentrarse en su arte.

Grace Moore se quedó callada, sin ofrecer una disculpa. ¿Acaso tenía él derecho a esperar una?

—Compra lo que necesites.

—¿Dónde compra sus artículos de oficina?

—No los compro. —Levantó la taza y se dio cuenta de que ya se había terminado el café—. Busca la computadora y averígualo. —Necesitaba otra taza de café antes de poder hacer cualquier cosa.

—¿Y usted estará…?

—¡En mi estudio!

—¿Que está dónde?

—Por el otro pasillo, subiendo las escaleras, a la derecha. —Hizo una pausa y la miró de nuevo—. Date un recorrido de la casa y ubícate. —La dejó parada en el pasillo. Tomó la jarra térmica de la cafetera y se dirigió a su estudio.

Román no vio a su asistente personal durante dos horas. Ella llamó con un golpecito suave en el marco de la puerta y esperó su permiso para entrar. Había encontrado la computadora portátil.

—Tengo la lista y los precios. Si tiene una tarjeta de crédito, puedo hacer el pedido y solicitar que entreguen todo mañana en la tarde.

—Hagámoslo. —Dejó caer el lápiz, buscó en su bolsillo trasero y lo encontró vacío. Masculló una palabrota—. Quédate allí. Ya vuelvo. —Su billetera no estaba dentro del guardarropa ni en su mesita de luz. Enojado ahora, hurgó entre la ropa sucia y revisó los bolsillos, hasta que recordó que la había dejado en la guantera del carro la noche anterior. Maldiciendo en voz alta, salió a buscarla.

Grace Moore seguía exactamente donde la había dejado. Le extendió la portátil, en vez de tomar la tarjeta de crédito que él le ofrecía.

—Si está de acuerdo con toda la lista que preparé, puede ingresar la información de su tarjeta de crédito.

—¡Hazlo tú!

Se estremeció y suspiró suavemente.

—Es su información financiera.

—La cual conocerás si haces tu trabajo. —Le sacó la portátil de las manos. Al ver el total del pedido, maldijo otra vez. Ella se encaminó hacia la puerta—. ¿Adónde vas?

—Discúlpeme. No puedo trabajar para usted. —Sonaba pesarosa pero intransigente.

—¡Espera un minuto! —Dejó la portátil sobre su mesa de bocetos y salió detrás de ella.

Grace bajó las escaleras apresuradamente.

—Espera un momento. —La siguió a la oficina, donde ella recogió su cartera y se la colgó al hombro. Estaba pálida; tenía los ojos oscuros cuando lo miró de frente. ¿Tanto la había espantado?

Ella dio un paso adelante, con la mano aferrada a la correa de piel.

—Por favor, déjeme pasar.

Román vio que ya había despejado el lugar para trabajar sobre la mesa plegable y había hecho pilas ordenadas. No quería que esta muchacha se fuera.

—Dame una pista de por qué estás renunciando ya.

—Podría hacerle una lista.

—Mira. —Levantó las manos—. Me agarraste en un mal día. —La señora Sandoval dijo que usted no tiene días buenos. —Respiró con dificultad y lo miró a los ojos.

Ella claramente estaba arrepentida de lo que había dicho, pero él no podía discutirlo.

—Sí, bueno, la gente que mandó no era la adecuada. Todo el proceso ha sido, como mínimo, frustrante.

—No es mi culpa, señor Velasco.

—Yo no dije que lo fuera.

Ella dio un paso atrás.

—No estoy tratando de hacerlo enfadar.

¿Eso era todo?

—No estoy enfadado contigo. Solo que… —murmuró una palabrota en voz baja—. No sé qué es lo que quiero, pero creo que tú eres lo que necesito.

Probablemente ella venía de una vida organizada. Padre y madre, una linda casa en un barrio residencial agradable, escuela privada, universidad. Una chica con clase. No había dicho nada peor de lo que ella podría haber escuchado en algún centro comercial, pero, evidentemente, parecía haberla ofendido. Tendría que ser más cuidadoso si quería conservar a Grace Moore.

—Estarás trabajando aquí. Yo estaré en mi estudio. No estaremos demasiado cerca el uno del otro.

—Una asistente personal tiene que trabajar en estrecho contacto con su jefe. Es la naturaleza del trabajo.

Personal es una palabra que está llena de implicaciones. —Dejó que su sonrisa se volviera pícara. Al ver que eso no le cayó bien, eliminó cualquier indicio de insinuación—. Quizás debería llamarte de otra manera.

—Puede llamarme señorita Moore.

Ella estaba cediendo un poco. Tal vez no renunciaría si Román respetaba su manera de ser tan formal. De acuerdo. Aunque el trato le sonara raro, él respetaría sus límites. Podía ser respetuoso… cuando la situación lo exigiera.

—Así será, señorita Moore. —Ella frunció el ceño, analizándolo como si fuera un insecto dentro de un frasco—. Al menos, concédame dos semanas antes de renunciar.

Sus hombros se aflojaron un poco.

—Dos semanas —lo dijo como si se tratara de toda una vida, pero se quitó del hombro la correa de la cartera—. Por favor, no vuelva a insultarme.

—Si maldigo, no será a usted. Pero trataré de ser cuidadoso cuando usted esté cerca. ¿De acuerdo? —Le tendió la mano. Ella se mordió el labio antes de aceptar el gesto. Su mano estaba fría y tembló levemente antes de retirarla.

—Será mejor que vuelva al trabajo.

Él entendió la indirecta. Si demostraba ser tan eficiente como parecía, quizás las cosas funcionarían esta vez. Sintió curiosidad:

—¿Por qué una agencia de empleo temporal?

—Es lo único que pude encontrar. —Ella se sonrojó.

Él sintió que estaba parado sobre un terreno más firme.

—Es bueno saber que usted necesita este trabajo tanto como yo necesito una asistente. —Ella no dijo nada. Él inclinó la cabeza, analizándola—. ¿Dónde trabajó, antes de la agencia de empleos temporales?

—En una empresa de relaciones públicas.

—¿Y se fue porque…?

—Me dejaron cesante. —Lo miró—. Tengo una carta de recomendación, si quisiera verla.

—Estoy seguro de que la señora Sandoval la investigó.

Ella respiró hondo.

—En verdad necesito este empleo, señor Velasco, pero seguramente comprenderá que estoy buscando algo mejor que un trabajo temporal. Haré mi mejor esfuerzo mientras esté aquí. —Se encogió ligeramente de hombros, como si no tuviera demasiadas esperanzas de que su mejor esfuerzo fuera a ser suficiente—. Usted está a años luz de mi último jefe.

—¿Un bruto? —La vio sonrojarse nuevamente. No recordaba haber conocido a una muchacha que se hubiera ruborizado alguna vez; mucho menos tres veces en unas pocas horas.

—Era un caballero.

Lo cual quería decir que Román no lo era. Había aprendido a actuar como tal cuando era necesario.

—¿Por qué no siguió con él?

—Se jubiló y le entregó su empresa a otra firma, que ya tenía todos los empleados necesarios.

Román le echó un vistazo nuevamente. No estaba seguro de que le agradara que alguien pusiera reglas en su casa, pero esta mujer había hecho más en dos horas que los esfuerzos sumados de las otras cuatro. Y le gustaba. No sabía por qué. Tal vez fuera la absoluta falta de interés que tenía en él. Le agradó la idea de tener a alguien que hiciera el trabajo sin demasiadas preguntas.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo?

—Por dos semanas.

Él rio en voz baja.

—Está bien. Ambos tenemos trabajo por hacer. Ocupémonos del pedido para que pueda comenzar con el suyo.

La obra maestra

PREGUNTAS PARA LA DISCUSIÓN

  1. ¿Cuál fue su primera impresión sobre Román? ¿Y sobre Grace? ¿Cambiaron sus impresiones a lo largo de la historia? Si así fue, ¿cómo y por qué cambiaron?
  2. Cuando Román le propone a Grace que viva en la cabaña de huéspedes, ella duda si aceptar o no. Les dice a sus amigas que estuvo orando sobre el tema, pero que no siente que esté recibiendo una respuesta clara, salvo que las otras oportunidades que intentó parecieron no dar resultados. Si usted fuera Grace, ¿lo habría recibido como una respuesta clara de Dios? ¿Alguna vez estuvo en una situación similar? ¿Cómo tomó su decisión finalmente?
  3. Al final del capítulo 5, Grace tiene pensamientos encontrados cuando se entera del engaño de Patrick. ¿Qué esperaba usted que hiciera ella? ¿Por qué?
  4. ¿Qué cree que significa el hecho de que Grace observa detalles en la obra de Román que nadie más ve?
  5. Grace recuerda que Patrick «no la había obligado a que abandonara algo, pero sabía cómo hacerla sentirse suficientemente culpable para someter todos sus sueños de manera que él pudiera lograr los suyos». Usted, o alguien que usted conoce, ¿están siendo manipulados por la falsa culpa? ¿Por qué es esa táctica tan conveniente para la manipulación, o incluso para hacernos dudar de nuestros propios actos y decisiones? ¿Cómo podemos combatirla?
  6. Cuando Grace le pregunta a Román en qué cree, él dice: «Nacemos. Sobrevivimos lo mejor que podemos. Nos morimos. Fin de la historia». ¿Alguna vez se sintió usted así, o conoce a alguien que se sintiera de esa manera? ¿Cómo lo hizo sentirse la respuesta de Román? Resuma sus propias creencias en una oración breve como la de Román.
  7. Susan le dice a Grace que si Román no puede soltar su pasado, nunca alcanzará todo su potencial, y Grace sabe que lo mismo es válido para ella. ¿Qué elementos del pasado de cada uno necesitan soltar? ¿De qué manera vemos que esto sucede durante la historia? ¿Hay cosas de su pasado que usted necesita dejar ir?
  8. Después de que Román y Grace visitan a tía Elizabeth, Grace comparte con él su experiencia sobre la visita del ángel cuando era niña, la cual le abrió el corazón al Señor. ¿Ha tenido usted alguna vez, o ha tenido algún amigo suyo, una experiencia sobrenatural como esta? Si se siente suficientemente cómodo para hacerlo, compártalo con el grupo.
  9. Román no tuvo una experiencia sobrenatural de niño, ni tuvo algo que lo dirigiera tan específicamente hacia Cristo. ¿Hay indicios de que Dios realmente estuviera cuidándolo, así como cuidó a Grace? ¿Puede considerar su propia vida y ver de qué maneras Dios lo guio y lo protegió, aunque no fuera mediante una intervención sobrenatural?
  10. Grace se pregunta por qué no pudo ver la verdad sobre Patrick y, en el capítulo 26, tía Elizabeth le comenta a Miranda que Leanne tampoco pudo ver las similitudes entre su esposo y su padre violento. ¿Por qué cree que pasa eso?
  11. Cuando Román le pregunta a Jasper por qué no sabía que era cristiano, Jasper le responde: «Nunca me lo preguntaste y, cada vez que yo mencionaba alguna cuestión espiritual, se te ponían vidriosos los ojos. Hay un momento para todo bajo el sol, Bobby Ray. El tiempo nunca parecía el adecuado contigo». ¿Cuáles pueden ser algunos de los motivos para esperar a que alguien esté listo para escuchar el evangelio? ¿Qué motivos hay para compartir la verdad, ya sea que la persona esté lista o no? ¿Cómo podemos saber cuál opción es la mejor?
  12. Jasper le dice a Román: «La fe es solo el comienzo de un recorrido largo y difícil». ¿Cómo se desarrolla eso en la vida de Román después de su experiencia cercana a la muerte? ¿De qué formas ha corroborado usted la verdad de esta afirmación en su propio viaje de fe?
  13. Después de su experiencia cercana a la muerte, Román queda con una lesión crónica en la pierna para la cual los médicos no tienen explicación. ¿Cómo se sintió acerca de este elemento de la historia? ¿Por qué cree que la autora decidió incluirlo?
  14. ¿Cuál es la intención de Román cuando le sugiere a Grace que su relación se vuelva «más íntima»? ¿En qué se diferencia para él esta relación de los encuentros casuales que había tenido hasta entonces? ¿Por qué sigue siendo insuficiente para Grace?
  15. Tía Elizabeth le dice a Grace: «Si hablamos de levantar muros, soy una arquitecta». Lo mismo podría decirse de Grace y de Román, así como de muchas personas en la vida real. ¿En qué áreas levanta muros usted? ¿Qué maneras ha descubierto para empezar a derribarlos, ya sea en su propia vida o en la vida de alguien cercano a usted?

The Masterpiece
MORE DETAILS