El último devorador de pecados

Un devorador de pecados era alguien a quien se le pagaba un precio o se le ofrecían alimentos para cargar con las ofensas morales de los fallecidos, y sus consecuencias en el más allá. Los devoradores de pecados eran comunes a principios del siglo XIX en Inglaterra, las Tierras Bajas de Escocia y el distrito fronterizo de Gales. Esta costumbre fue llevada por los inmigrantes a las Américas y se practicaba en zonas remotas de las montañas Apalaches. Esta es una historia ficticia sobre una de esas personas.

UNO

Montañas de Great Smoky,
a mediados de la década de 1850

La primera vez que vi al devorador de pecados fue la noche en que llevaban a la Abuelita Forbes a su tumba. Yo era muy pequeña y la Abuelita era mi gran amiga, y yo estaba muy apesadumbrada.

“Cadi, no mires al Devorador de Pecados,” me había dicho mi papá. “Y no preguntes por qué.”

Después de esa advertencia tan severa, intenté obedecer. Mamá decía que yo tenía la maldición de la curiosidad. Papá decía que era nomás entrometida y terca. Sólo la Abuelita me entendía, por el cariño que me tenía.

Hasta las preguntas más sencillas eran recibidas con resistencia. Cuando seas mayor. . . . Eso a ti no te incumbe. . . . ¿Por qué haces una pregunta tan tonta? El verano antes de que la Abuelita muriera, decidí ya no preguntar nada. Pensé que si alguna vez iba a encontrar las respuestas, tenía que buscarlas yo misma.

La Abuelita era la única que parecía entender mi mente. Siempre decía que yo tenía el espíritu explorador de Ian Forbes. Era mi abuelo, y la Abuelita decía que su espíritu lo impulsó al otro lado del mar. Pero, entonces, tal vez esa no era toda la verdad, porque en otra ocasión dijo que se había ido por los desalojos de Escocia.

Papá concordaba con eso, y me contó que al abuelo lo habían sacado de su tierra y lo habían metido en un barco que iba a América, para que las ovejas tuvieran pastos. O eso le dijeron, aunque para mí nunca tuvo sentido. ¿Cómo era posible que los animales tuvieran más valor que los hombres? En cuanto a la Abuelita, ella era la cuarta hija de un pobre calderero galés que no tenía expectativas. Para ella, irse a América no fue un asunto de opciones, sino de necesidad. Cuando llegó a América por primera vez, trabajó para un caballero acaudalado en una espléndida casa en Charleston, cuidando de su bella y frágil esposa, a la que había conocido y con quien se había casado en Caerdydd.

Fue la esposa quien le tuvo mucho cariño a la Abuelita. Como galesa, la joven señora anhelaba su hogar. La Abuelita era joven entonces, diecisiete años, según recordaba. Desafortunadamente, no trabajó mucho tiempo con ellos, ya que la señora murió al dar a luz y se llevó consigo a su pequeñito. El caballero ya no necesitó de una criada para la señora —y la Abuelita rehusó darle los servicios que él sí requería. Ella nunca dijo qué servicios eran esos, sólo que el hombre la liberó de su contrato y la dejó a su suerte en medio del invierno.

Los tiempos eran muy difíciles. Ella aceptaba cualquier trabajo que encontraba para mantener su cuerpo y alma unidos, y conoció a mi abuelo mientras lo hacía. Se casó con Ian Forbes “a pesar de su temperamento.” Como no conocí a mi abuelo, no podía juzgar su observación de él, pero un día escuché a mis tíos reírse de su temperamento fuerte. El tío Robert dijo que el abuelo se paró en el porche de enfrente y le disparó a papá, no sólo una vez sino dos veces sucesivamente. Afortunadamente, había estado ebrio y papá era rápido con los pies, de otra manera yo nunca habría nacido.

El abuelo Forbes murió un invierno, mucho antes de que yo naciera. Había caído una tormenta fuerte y él se perdió cuando volvía a casa. Dónde había estado, la Abuelita no lo dijo. Era una de las cosas que más me frustraba, sólo escuchar parte de la historia y no todo. Dependía de mí unir las piezas y me tardé años en lograrlo. Y es mejor no contar algunas cosas.

Cuando le pregunté a la Abuelita por qué se había casado con un hombre tan furibundo, me dijo: —Tenía los ojos de un azul como el cielo del crepúsculo, querida. Tú los tienes, Cadi, cariño, al igual que tu papá. Y tienes el hambre del alma de Ian, que Dios te ayude.

La Abuelita siempre decía cosas que no alcanzaba a entender.

—Papá dice que me parezco a ti.

Ella frotó sus nudillos suavemente en mi mejilla. —Vaya que sí. —Sonrió tristemente—. Esperemos que no en todo sentido. —Y ya no habló más de eso. Parecía que no todas las preguntas tenían respuesta.

La mañana que murió, sólo estábamos sentadas, contemplando la hondonada. Se había recostado en su silla; se frotó el brazo como si le doliera. Mamá andaba por allí, adentro de la casa. La Abuelita respiró con una mueca y me miró. “Dale tiempo a tu mamá.”

Cómo podían doler cinco palabras. Me hicieron recordar todo lo que había pasado y lo que había ocasionado que hubiera una pared entre mamá y yo. Hay cosas que no se pueden cambiar ni deshacer.

Incluso a mi corta edad, después de sólo vivir diez años, el futuro se me presentaba sin esperanzas. Con la cabeza sobre la rodilla de la Abuelita, no dije nada y tomé el consuelo que podía con su dulce presencia, sin siquiera pensar que pronto aun esto me lo quitarían. Y si pudiera regresar y cambiar las cosas para no pasar por ese tiempo de desolación, ¿lo haría? No. Porque Dios tenía su mano sobre mí, antes de saber quién era él o siquiera que existía.

Durante el último año había aprendido que las lágrimas servían para nada. Ciertos dolores son demasiado profundos. La pena no se puede disolver como cuando la lluvia se lleva el polvo del techo. Para el dolor no hay desaparición, ni desahogo . . . ni final del tiempo.

La Abuelita puso su mano en mi cabeza y comenzó a acariciarme como si fuera uno de los perros que dormían debajo de nuestro porche. Me gustaba. Algunos días deseaba ser uno de esos perros que papá amaba tanto. Mamá ya no me tocaba y tampoco papá. No se hablaban mucho, y mucho menos me hablaban a mí. Sólo mi hermano, Iwan, me demostraba afecto, aunque no muy seguido. Tenía mucho que hacer ayudando a papá con la granja. El poco tiempo que le quedaba se la pasaba bebiendo los vientos por Cluny Byrnes.

La Abuelita era mi única esperanza, y ahora me dejaba.

“Te quiero, cariño. Recuerda eso cuando llegue el invierno y todo parezca frío y muerto. No será así para siempre.”

El invierno había llegado al corazón de mamá el verano pasado, y en lo que a mí concernía, todavía era un desierto congelado.

“Las claytonias solían crecer como una manta de lavanda en Bearwallow. Si pudiera pedir un deseo, pediría un ramo de claytonias.”

La Abuelita siempre decía lo mismo: Si pudiera pedir un deseo . . . Sus deseos me mantenían ocupada, no es que no me gustaran. Ella estaba muy anciana como para ir muy lejos. Lo más lejos que alguna vez vi caminar a la Abuelita fue a la casa de Elda Kendric, que era nuestra vecina más cercana y casi tan anciana como la Abuelita. Pero la mente de la Abuelita podía atravesar océanos, montañas y valles, y a menudo lo hacía por mí. Fue la Abuelita quien me señaló caminos olvidados y lugares favoritos que yo misma me habría tardado más para descubrirlos. Para agradarla es que iba de acá para allá a nuestras montañas altas a recoger pedazos de sus recuerdos atesorados. Y eso me alejó de la casa y del dolor y el rechazo de mamá.

Fue la Abuelita quien me puso en camino a Bloomfield en la primavera, para que pudiera volver con un cesto lleno de margaritas montañesas y houstonias. Me enseñó a hacer una corona de ellas y a ponerla en mi cabeza. Me habló del Diente de Dragón, donde crecían piedras verdes, que se asemejaban a la columna vertebral de la Escocia de Ian Forbes, según lo había dicho él.

Más de una vez fui allí. Me tardaba todo el día en subir la montaña para llevarle un pedazo de esa piedra verde. Vagué por los estanques llenos de peces percasol y por los huecos calentados por los cantos de las ranas. Hasta encontré el roble que ella decía que era tan viejo como el tiempo . . . o por lo menos tan viejo como ella.

La Abuelita estaba llena de historias. Siempre hablaba sin prisa, derramando palabras como miel en una mañana fría, dulce y fuerte. Conocía a todo el que llegaba a establecerse en las palizadas, corrales y huecos de nuestra tierra inclinada. Nosotros los Forbes llegamos primero a esta gran región montañosa humeante, con ansias de tierra y posibilidades. Las montañas le hacían recordar Escocia al abuelo. Laochailand Kai los había llevado allí, junto con otros. Elda Kendric llegó con su esposo, que había muerto hacía tanto que la Abuelita ya no recordaba su nombre. Quizás hasta la señora Elda pudo haberlo olvidado, porque siempre decía que no quería hablar de él. Después llegaron los Odara, los Trent, los Sayre y los Kent. Los Connor, los Byrnes y los Smith también despejaron tierra. La Abuelita decía que si el abuelo Ian no hubiera muerto, habría trasladado a la familia más al este, a Kentucky.

Todos se ayudaban mutuamente cuando podían y se mantenían unidos en contra de la naturaleza y del mismo Dios para construir sus propios lugares. Y siempre estaban alertas por si llegaban indios a matarlos. Los que no permanecían con los demás se quedaban solos, y a menudo morían. Unos cuantos llegaron después, uniéndose y casándose hasta que llegamos a ser un grupo mixto, de marginados, aislados y olvidados.

“Todos tenemos nuestras razones, algunos mejor que la mayoría, para sentar raíces en estas montañas y para cubrir nuestras cabezas con la neblina,” dijo una vez la Abuelita. Unos vinieron a construir, otros a esconderse. Todos hacían lo que podían para sobrevivir.

Esa mañana —la mañana en que murió la Abuelita— fui a Bearwallow a recoger claytonias. Ella las anhelaba, y esa era razón suficiente para que fuera. Las flores sí crecían como una manta de lavanda, como la Abuelita decía recordar. Recogí un cesto lleno y se las llevé. Ella estaba dormida en su silla del porche, o eso pensé, hasta que me acerqué. Estaba tan blanca como una flor de cornejo; su boca y sus ojos estaban bien abiertos. Cuando coloqué las flores en sus rodillas, ella no se movió ni pestañeó.

Sabía que ya se me había ido.

Es algo horrible que un niño entienda la muerte en semejante plenitud. Yo ya había probado un poco de eso. Esta vez fue un trago grande de desolación que descendió y se esparció por todos mis huesos.

Algo había salido de la Abuelita, o se lo habían robado, en mi ausencia. Sus ojos no parpadeaban; nada de aire salía de sus labios separados. Y no parecía ser ella, sino una vaina arrugada, apoyada en una silla de sauce; una imitación de la Abuelita Forbes, pero no la Abuelita en absoluto. Ya se había ido, sin pedir permiso. Entendía demasiado y no lo suficiente en ese momento, y lo que sabía dolía tanto dentro de mí que pensé que me moriría por eso. Por un momento morí. O por lo menos dejé ir la débil esperanza que había sobrevivido el verano anterior.

Mamá detuvo el reloj de la repisa y cubrió el espejo, como era nuestra costumbre en las montañas. Papá sonó la campana de la muerte. Ochenta y siete veces la sonó, una por cada año de vida de la Abuelita. Enviaron a mi hermano, Iwan, con la triste noticia a nuestros familiares. Al día siguiente, la mayoría del clan Forbes, con sus ramas e injertos, se reunió para llevar a la Abuelita a su lugar de descanso final, en las faldas de la montaña.

Gervase Odara, la curandera, fue la primera en llegar, y con ella iba Elda Kendric, ahora la señora de mayor edad de nuestras montañas. Papá quitó la puerta de las bisagras y la puso encima de dos sillas. Colocaron a la Abuelita allí. Primero, las mujeres le quitaron la ropa, y Gervase Odara la sacó para lavarla. Calentaron agua en la fogata de adentro. Mamá puso un poco del agua en una palangana y la utilizó para lavar el cuerpo de la Abuelita.

“Gorawen,” dijo Elda Kendric, mientras cepillaba el pelo largo y blanco de la Abuelita, “me has dejado como la última de los primeros.”

Mamá no decía nada. Ella y Elda Kendric siguieron trabajando en silencio. La anciana miraba a mamá, pero mamá ni una vez apartó la cabeza de lo que hacía, ni dijo una palabra a nadie. Cuando Gervase Odara volvió adentro, ayudó a mamá.

—Me dijo hace sólo unos cuantos días que había escuchado la poderosa voz que la llamaba desde la montaña. —Gervase Odara esperó, mirando a mamá. Como ella aún no decía nada, la curandera dijo—: Me dijo que aún se quedaba por Cadi.

Mamá levantó la cabeza entonces, y miró fijamente a Gervase Odara. —Ya me duele bastante; no es necesario que abras la herida.

—A veces hace bien dejar que drene.

—Este no es el momento.

—¿Y cuándo sería mejor, Fia?

Mamá se volteó ligeramente, y yo sentí que me buscaba. Me retiré tanto como pude hacia las sombras de la esquina, esperando que no me culpara porque las mujeres la estaban atormentando. Incliné la cabeza y jalé las rodillas hacia el pecho, deseando ser más pequeña o invisible.

Pero no lo era. Mamá me miró fijamente. —Vete, Cadi. Este no es lugar para ti.

—Fia . . . —comenzó Gervase Odara.

No esperé a escuchar lo que ella iba a decir, pero grité: —¡Déjela tranquila! —porque no aguantaba la mirada de los ojos de mi madre. Estaba como un animal atrapado y herido—. ¡Déjela tranquila! —volví a gritar; me levanté de un salto y corrí hacia la puerta.

Todavía faltaba que llegaran algunos del clan, por lo que estaba agradecida. Si hubieran estado, me habría topado con todos ellos, mirándome y murmurando. Busqué a papá y lo encontré cortando un cedro a cierta distancia. Me paré detrás de un árbol y me quedé mirándolo por un buen rato. Se me ocurrió que hacía mucho tiempo que no lo oía reírse. Su aspecto era sombrío mientras trabajaba. Se detuvo una vez y se limpió el sudor de la frente. Se volteó y me miró directamente. “¿Te sacó de la casa mamá?”

Asentí con la cabeza.

Papá volvió a levantar su hacha e hizo otra gran ranura en el árbol. “Trae la cubeta y recoge las astillas. Llévaselas. Quitará el hedor de la casa.”

Las mujeres ya se habían encargado de eso, porque las puertas y ventanas estaban abiertas; una brisa llevaba el aroma de la primavera de las montañas y se mezclaba con el alcanfor que habían frotado en el cuerpo de la Abuelita. Había una taza de metal con sal en el alféizar y los pequeños granos blancos volaban al piso, como arena.

Mamá estaba preparando masa de pan cuando entré. Como no levantó la cabeza, Gervase Odara tomó la cubeta de astillas de cedro.

“Gracias, Cadi.” Comenzó a esparcir un puño al lado de la Abuelita, que ya estaba vestida otra vez, con un vestido negro de lana. Le habían cortado su pelo largo y blanco y lo tenían cuidadosamente enrollado en la mesa, para trenzarlo como joyería de duelo. Tal vez mamá le agregaría una trenza blanca a la de oro rojizo que usaba. La pobre cabeza esquilada de la Abuelita fue cubierta con una tira de tela que estaba atada por debajo de su quijada. Su boca estaba cerrada y sus labios se habían callado para siempre. Una segunda tira blanca estaba atada alrededor de sus tobillos y una tercera en sus rodillas. Sus manos, tan delgadas y desgastadas con callos, estaban sobre su pecho, una encima de la otra. Dos centavos de cobre brillante estaban sobre sus párpados.

“Ya sea mañana, o pasado mañana, a eso del anochecer, el Devorador de Pecados vendrá, Cadi Forbes,” me dijo Elda Kendric. “Cuando venga, toma tu lugar al lado de tu madre. Tu tía Winnie llevará la bandeja con el pan y el tazón de vino de saúco. El Devorador de Pecados nos seguirá hasta el cementerio y luego se comerá y beberá todos los pecados de tu abuelita, para que ella ya no camine por estas montañas.”

De sólo pensarlo, mi corazón se estremeció.

Esa noche no dormí mucho, por lo que me quedé acostada, y escuché ulular al búho de afuera. ¿Uhhh? ¿Quién es el Devorador de Pecados? ¿Uhhh? ¿A quién verá primero la Abuelita ahora que se ha ido al más allá? ¿Uhhh? ¿Quién se llevará mis pecados?

El día siguiente no mejoró nada al mirar que todos se juntaban. Tres tíos con sus esposas y la tía Winnie con su esposo habían llegado. Los primos querían jugar, pero yo no tenía el ánimo para hacerlo. Me escondí en las sombras de la casa y vigilé a la Abuelita. Cuando finalmente la pusieran en su tumba, ya no la volvería a ver, por lo menos no hasta que me encontrara con mi hacedor.

Mamá ya no me volvió a mandar que saliera, sino que se sentó bajo el sol de primavera con las tías. Jillian O’Shea tenía una bebita nueva en su pecho, y la mayoría estaba complacida porque el nombre que le habían puesto era Gorawen. Oí que alguien dijo que era la costumbre de Dios dar y quitar. Una Gorawen llega y otra Gorawen se va.

Esas palabras no me consolaron.

Desde mi esquina oscura, vi a cada miembro de la familia de la Abuelita y a todos los amigos llegar a decirle el último adiós. Y todos llevaron algo para compartir con los demás, ya fuera whisky, batatas para cocinar, pasteles de maíz, pan dulce de melaza o cerdo salado para la olla del guiso que borboteaba en el fuego.

“Tienes que comer algo, niña,” me dijo Gervase Odara a mediados del segundo día. Yo puse la cabeza en mis brazos y rehusé mirarla o responderle. No me parecía correcto que la vida continuara. Mi abuelita yacía muerta, vestida con su mejor ropa, lista para el entierro, pero la gente hablaba, caminaba y comía como siempre.

“Cadi, querida,” dijo Gervase Odara. “Tu abuelita tuvo una vida larga.”

No lo suficientemente larga, en mi forma de pensar.

Me preguntaba si me sentiría mejor si la Abuelita misma me hubiera dicho lo que vendría. Al recordar, creo que lo sabía. En cualquier caso, creo que ella oraba para que el final llegara de la manera en que llegó, conmigo en alguna otra parte. En lugar de decir que se estaba muriendo, me envió a buscar claytonias y se fue de esta vida cuando yo no estaba.

Sólo Iwan parecía entender mi dolor. Entró y se sentó conmigo en el catre de la Abuelita. No intentó hacerme comer ni hablar. No dijo que Abuelita era vieja y que era hora de que muriera. No dijo que el tiempo sanaría mis heridas. Sólo tomó mi mano y la sostuvo, acariciándola en silencio. Después de un rato, se levantó y se fue.

La familia Kai llegó el segundo día. Pude escuchar al padre, Brogan Kai, afuera, con su voz grave y autoritaria. La madre, Iona, y sus hijos entraron a dar sus condolencias a mamá y a mis demás parientes. Un hijo de Iona Kai, Fagan, entró y no pasó de donde estaba la Abuelita; solemnemente la miró en todas sus galas. Era de la misma edad que Iwan, casi de quince años, pero parecía aún mayor por su comportamiento y su aspecto sombrío. Su madre llevaba pasteles de maíz y algunos frascos de sandía encurtida para compartir. Se los dio a una de mis tías y se sentó por unos minutos con mamá y le habló en voz baja.

A medida que el sol descendía, la gente hablaba cada vez más quedo, hasta que nadie habló en absoluto. Sentí la diferencia en la casa. La silenciosa ansiedad había dado lugar a una oscuridad más difícil de soportar. La muerte de la Abuelita había llevado algo dentro de la casa que no había palabras para describir. Podía sentirlo formándose y rodeándonos como la noche, cada vez más apretado a medida que se apagaba el día.

Era el miedo.

Papá llegó a la entrada abierta. “Ya es hora.”

Gervase Odara se dirigió a mí y se agachó; tomó mis manos firmemente entre las suyas. “Cadi, escucha. No mires al Devorador de Pecados. ¿Me entiendes, niña? Él se ha echado encima toda clase de cosas terribles. Si lo miras, te dará el mal de ojo y algo del pecado que él lleva podría derramarse sobre ti.”

Miré a mamá. Estaba parada a la luz de la lámpara, con su cara tensa y los ojos cerrados. Ni siquiera entonces me miraría.

Gervase Odara tomó mi quijada e inclinó mi cabeza para que yo la viera a los ojos otra vez. “¿Me entiendes, Cadi?”

Y de qué serviría, quise decir. La Abuelita ya se fue. Sólo quedaba carne fría, no la parte que importaba. Todo lo que cualquiera tenía que hacer era verla para saber que su alma se había ido. ¿Cómo podría alguien venir ahora y corregir las cosas? Ya pasó. Se acabó. Ella se había ido.

Pero Gervase Odara insistió hasta que asentí con la cabeza. Entonces no entendía nada, y no caí en cuenta hasta mucho tiempo después. Pero la actitud de la curandera debilitaba mi valor. Además, yo ya había aprendido bien a no pedir explicaciones. Había escuchado hablar del Devorador de Pecados, aunque no con muchos detalles. Uno no hablaba a menudo, ni por mucho tiempo, del ser más temido de la humanidad.

“Él se llevará los pecados de tu abuelita, y ella descansará en paz,” dijo Elda Kendric, que estaba cerca.

¿Y vendría para llevarse mis pecados? ¿O era mi destino llevarlos conmigo a mi tumba, atormentada en el infierno por lo que mi espíritu malo había causado?

Se me cerró la garganta, caliente y apretada.

Los pecados secretos que hubieran agobiado a la Abuelita estaban entre ella y el Devorador de Pecados, que se los quitaría. Nunca habría descanso para mí. No había un alma presente que no supiera lo que yo había hecho. O pensara que lo sabía.

“Párate con tu madre, niña,” me dijo mi padre. Lo hice y sentí un toque muy leve de su mano. Cuando levanté la cabeza, con un anhelo tan profundo que me dolía el corazón, ella habló suavemente y sacó un retoño del romero que llevaba.

“Lánzalo en la tumba cuando haya terminado el servicio,” dijo sin mirarme.

Cuatro hombres levantaron a la Abuelita y la sacaron por la puerta. Papá llevaba una antorcha y guió a la procesión por el camino que llevaba al cementerio, en las faldas de la montaña. El aire de la noche parecía más frío de lo normal, y yo temblaba, caminando al lado de mi madre. Su cara se veía inmóvil y sombría y sus ojos estaban secos. Otros llevaban antorchas para iluminarnos el camino. Había luna llena, aunque estaba oscurecida por una capa gruesa de niebla que se filtraba por las ranuras de las montañas. Parecían dedos blancos muertos que trataban de alcanzarnos. Unas sombras negras bailaban entre los árboles a medida que pasábamos; mi corazón latía como loco y se me puso la piel de gallina cuando sentí la presencia de alguien más que se unía a nuestra procesión.

El Devorador de Pecados estaba allí, como un aliento frío de viento en la parte de atrás de mi cuello.

Papá y sus hermanos habían construido una cerca alrededor del cementerio para evitar que los lobos y otras bestias cavaran allí. La Abuelita una vez me dijo que a ella le gustaba el terreno que papá había elegido. Era un lugar alto, donde los que hubieran sido colocados para descansar estarían secos y a salvo, y tendrían una vista espléndida de la ensenada abajo y del cielo arriba.

Pasé por la puerta justo detrás de mi madre, y tomé mi lugar al lado de ella. Mi tía Winnie llevaba la bandeja donde estaba el pan que mamá había horneado y el tazón de vino de saúco. Habían cavado un hoyo largo y profundo y habían amontonado la tierra. La Abuelita yacía en su ataúd, y la pusieron sobre ese montículo de tierra rojiza y rocosa. La tía Cora extendió un manto blanco sobre la Abuelita y la tía Winnie dio un paso adelante y colocó la bandeja encima del cuerpo.

Un silencio invadió la congregación y se apoderó de ella de tal manera que hasta los grillos y las ranas estaban callados.

Nadie se movía.

Nadie respiraba.

Levanté la cabeza y vi la cara de mamá, que brillaba de un color dorado rojizo a la luz de la antorcha; tenía los ojos bien cerrados. Cuando la puerta se cerró, los que se habían reunido se alejaron de la Abuelita, dándole la espalda. Yo hice lo mismo; el pelo de mi cabeza me picaba al oír los suaves pasos del Devorador de Pecados.

Todo estaba tan silencioso que escuché el rompimiento del pan. Lo oí tragar el vino. ¿Era el hambre de pecado lo que lo hacía comer como un animal famélico? ¿O estaba tan ansioso de acabar con su horrible trabajo e irse de este lugar como los que estaban parados dándole la espalda y con los ojos bien cerrados, por miedo de ver sus ojos malos?

El silencio siguió a su rápida comida, y luego dio un suspiro tembloroso. “Ahora os doy alivio y descanso, Gorawen Forbes, querida mujer, para que no caminéis en los campos, en las montañas ni en los caminos. Y para vuestra paz, empeño mi propia alma.”

No pude evitarlo. Su voz era tan grave, suave y afligida, que volteé, con dolor de corazón. Por el instante más breve, nuestras miradas se cruzaron, entonces cerré los ojos por la vista extraña y aterradora de él. Pero había pasado suficiente tiempo como para cambiar todo, a partir de ese día.

Nada volvería a ser igual.

“No pasa nada,” dijo suavemente. Su paso silencioso se desvaneció al salir por la puerta. Traté de mirar, pero la oscuridad ya se lo había tragado.

Los grillos volvieron a cantar, y en algún lado cerca, el búho ululaba. ¿Uhhh? ¿Quién es el Devorador de Pecados? ¿Uhhh? ¿Quién es? ¿Uhhh?

Todos volvieron a respirar como con un suspiro colectivo de alivio y con agradecimiento ya que todo había terminado y ahora la Abuelita descansaría en paz. Mamá comenzó a llorar en voz alta, grandes sollozos de pena inconsolable. Sabía que ella no sólo lloraba por la Abuelita. Otros lloraron con ella a medida que se hacían oraciones. Descendieron a la Abuelita a su lugar de descanso. Los seres queridos dieron un paso adelante, uno por uno, y lanzaron retoños de romero. Cuando todo se hubo dicho y hecho, papá sacó a mamá en sus brazos del cementerio.

Me quedé atrás, y vi a dos hombres lanzar la tierra con palas encima de la Abuelita. Cada ruido que hacía la tierra hacía un ruido frío dentro de mí. Uno de los hombres levantó la cabeza. “Vete ahora, niña. Vuelve a la casa con los demás.”

Cuando pasé por la puerta, me volteé por un rato, y mi mirada viajó por encima de los demás que yacían en el cementerio. Mi abuelo Ian Forbes había sido el primero, seguido por un hijo que había muerto un jueves después de quejarse de terribles dolores de estómago. Tres primos y una tía habían muerto en una semana de fiebre. Y también estaba la lápida de Elen.

A la mitad del camino a casa, miré el retoño de romero que mamá me había dado. Había olvidado lanzarlo en la tumba. Lo froté en las palmas de mis manos, aplasté las pequeñas hojas plateadas, y dejé salir el aroma. Puse las manos sobre mi cara, lo respiré y lloré. Me quedé parada así, sola en la oscuridad, hasta que Iwan regresó por mí. Me abrazó por un momento y no dijo nada. Luego tomó mi mano y la apretó. “Mamá estaba preocupada por ti.”

Lo dijo para consolarme, pero yo sabía que era mentira. La verdad es que ambos lo sabíamos.

Me quedé afuera, al otro extremo del porche, con mis piernas colgando por la orilla. Apoyada en la verja más baja, recosté la cabeza en mis brazos y escuché a la tía Winnie cantar un himno galés que la Abuelita le había enseñado. Otros se le unieron. Papá y los demás hombres estaban tomando whisky, poco interesados en la comida que las mujeres habían preparado.

—¿Qué quiso decir con “no pasa nada”? —preguntó alguien.

—Tal vez quiso decir que Gorawen Forbes no tenía tantos pecados después de una vida tan larga.

—Y tal vez ha tomado tantos en los últimos veinte años que los de ella no harán mucha diferencia.

—Dejen de hablar del hombre —dijo Brogan Kai severamente—. Ya hizo su trabajo y ya se fue. Olvídense de él.

Nadie volvió a mencionar al Devorador de Pecados, no durante el resto de esa noche, mientras se lloraba abiertamente y sin vergüenza.

Cansada de cuerpo y espíritu, entré y me acurruqué en el catre de la Abuelita. Me cubrí con su frazada y cerré los ojos, consolada. Todavía podía sentir el olor de su aroma que se mezclaba con el romero de mis manos. Por unos minutos fingí que todavía estaba viva y sana, sentada en su silla en el porche, escuchando a todos los que contaban historias de ella y el abuelo y de los demás, innumerables, seres queridos. Entonces comencé a pensar en la Abuelita en esa tumba, cubierta por la tierra rojiza de la montaña. Ya no se levantaría para caminar por estas montañas otra vez, porque alguien había venido y se había llevado sus pecados.

¿O no?

En algún lado, allá en el campo abierto, totalmente solo, estaba el Devorador de Pecados. Sólo él sabía si había logrado lo que había ido a hacer.

Aun así, no podía evitar preguntarme. ¿Por qué había llegado? ¿Por qué no se había escondido, y fingido no escuchar la campana de la muerte que hacía eco en las montañas? ¿No era suficiente soportar los pecados de una vida, sin tomar los de todos los que vivían y morían en los huecos y ensenadas de nuestras montañas? ¿Por qué lo haría? ¿Por qué llevaría tantas cargas, sabiendo que él se quemaría en el infierno por la gente que le tenía miedo y lo despreciaba, que nunca siquiera lo miraría a la cara?

¿Y por qué me dolía el corazón al pensar en él?

Incluso a mi tierna edad, lo sabía.

Tenía unos setenta u ochenta largos años por delante, si tuviera la constitución de la Abuelita. Años para vivir con lo que había hecho.

A menos que . . .

“Olvídense de él,” había ordenado Brogan Kai.

Pero una voz silenciosa me susurró al oído: “Buscad y hallaréis, querida mía. Preguntad y se os dará la respuesta . . .”

Y supe que lo haría, sin importar el resultado.

El último devorador de pecados

Preguntas para Discusión

Llegará el tiempo en que todo lo que está encubierto será revelado y todo lo secreto se dará a conocer a todos. Todo lo que hayan dicho en la oscuridad se oirá a plena luz, y todo lo que hayan susurrado a puerta cerrada ¡será gritado desde los techos para que todo el mundo lo oiga! LUCAS 12:2-3

  1. En tu opinión, ¿quién o qué causó que las familias del valle creyeran en un devorador de pecados? ¿Por qué crees que esta gente aceptó esta idea? ¿Cuáles fueron las consecuencias de su temor? ¿Cómo respondieron cuando se les confrontó con la verdad?
  2. ¿Qué tradiciones o patrones en tu vida podrían mantenerte cautivo? ¿Cuáles son algunas maneras en que el miedo puede evitar que experimentes la verdad?

Pues todo el que pide, recibe; todo el que busca, encuentra; y a todo el que llama, se le abrirá la puerta. MATEO 7:8

  1. ¿Qué cosas se descubrieron sobre Brogan? ¿Cómo se descubrieron? ¿Qué excusas dio por sus acciones? ¿Cómo respondió a la verdad?
  2. ¿Qué clase de excusas utilizas para tapar tus secretos?

La iniquidad del impío me dice al corazón: No hay temor de Dios delante de sus ojos. Se lisonjea, por tanto, en sus propios ojos, de que su iniquidad no será hallada y aborrecida. Las palabras de su boca son iniquidad y fraude; ha dejado de ser cuerdo y de hacer el bien. Medita maldad sobre su cama; está en camino no bueno, el mal no aborrece. Jehová, hasta los cielos llega tu misericordia, y tu fidelidad alcanza hasta las nubes. SALMOS 36:1-5

  1. ¿Qué se descubrió de Sim? ¿Quién lo descubrió y por qué? ¿Cómo respondió Sim a la verdad? ¿Qué acciones tomó?
  2. ¿Cómo respondes cuando se te confronta con la verdad? ¿Reaccionas, tomas acción, o sólo la ignoras? Explica.

Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón. Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará. Exhibirá tu justicia como la luz, y tu derecho como el mediodía. Guarda silencio ante Jehová, y espera en él. No te alteres con motivo del que prospera en su camino, por el hombre que hace maldades. SALMOS 37:4-7

  1. Haz un contraste entre Iona y Bletsung. ¿Qué se reveló de cada mujer? ¿Qué motivó a cada una de ellas? Al oír la verdad, ¿qué acción tomó cada mujer? ¿Qué estilo de vida eligió cada una después?
  2. Cuando enfrentas decisiones difíciles, ¿qué te motiva a actuar o a no hacer nada? Se específico.

El odio despierta rencillas; pero el amor cubrirá todas las faltas. PROVERBIOS 10:12

Pero yo digo: ¡ama a tus enemigos! ¡Ora por los que te persiguen! De esa manera, estarás actuando como verdadero hijo de tu Padre que está en el cielo. MATEO 5:44-45

  1. ¿Qué se descubrió sobre Cadi? ¿Y sobre su madre, Fia? ¿De qué manera sus sentimientos de culpa las mantuvieron alejadas? ¿Qué papel jugó Lilybet? Compara las acciones y la determinación con respecto a la verdad de Cadi con las de Fia.
  2. ¿Cómo ha obstaculizado la tragedia tus relaciones? ¿Qué has hecho para promover la restauración en otros? ¿Quién te consoló o te aconsejó?

Y yo le pediré al Padre, y él les dará otro Abogado Defensor, quien estará con ustedes para siempre. JUAN 14:16

  1. Discute la relación de Fagan con “el extraño.” ¿Qué le faltaba a la relación con su padre? ¿Qué descubrió Fagan de su familia? ¿Cómo lo animó Elda?
  2. ¿Cómo enfrentas el rechazo? ¿A quién buscas para que te anime?

Luego dijo Jesús: “Vengan a mí todos los que están cansados y llevan cargas pesadas, y yo les daré descanso. Pónganse mi yugo. Déjenme enseñarles, porque yo soy humilde y tierno de corazón, y encontrarán descanso para el alma. Pues mi yugo es fácil de llevar y la carga que les doy es liviana.” MATEO 11:28-30

Dios mostró cuánto nos ama al enviar a su único Hijo al mundo, para que tengamos vida eterna por medio de él. En esto consiste el amor verdadero: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como sacrificio para quitar nuestros pecados. Queridos amigos, ya que Dios nos amó tanto, sin duda nosotros también debemos amarnos unos a otros. 1 JUAN 4:9-11

The Last Sin Eater
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